Autor: Facundo Piñón
Aplausos, risas y festejos se oyeron en el recinto del Honorable Senado de la Nación el pasado 7 de mayo, tras el rechazo al proyecto de ley “Ficha Limpia”. Tal iniciativa, que ya había obtenido media sanción en la Cámara de Diputados en febrero, representa una herramienta imprescindible para garantizar la calidad de las instituciones democráticas. Su propósito es imposibilitar que aquellas personas condenadas en segunda instancia por delitos contra la administración pública puedan postularse para un cargo público. Muchos países del mundo aprobaron leyes similares, incluyendo naciones de la región como Brasil, Paraguay, Perú, Bolivia y Colombia.
El contenido del proyecto no plantea nada descabellado: se fundamenta sobre nociones básicas de la ética pública y se encuentra en armonía con nuestra Constitución (los artículos 16 y 36 abordan esta cuestión). Sin embargo, su paso por el Congreso fue todo menos simple. Presentado por primera vez en 2016, recién fue debatido en agosto de 2024. A pesar del apoyo de numerosas organizaciones civiles y más de 400.000 firmas, las demoras, tropiezos y la constante falta de quorum retrasaron su tratamiento hasta el corriente año. Esto ocurre en un contexto donde, según informes, al menos el 40% de los senadores nacionales tuvo o tiene procesos judiciales abiertos. Uno de los casos más resonantes fue el reciente escándalo del senador Edgardo Kueider. A esto se suma que Argentina ocupa el puesto 99 en el Índice de Percepción de Corrupción elaborado por Transparencia Internacional —junto a países como Etiopía y Lesoto—, sin mostrar mejoras significativas en los últimos años.
Sorprende la complejidad que dicho debate presentó para nuestros representantes. En la “Casa del Pueblo”, pareciera que los legisladores antepusieron sus intereses particulares a las demandas ciudadanas y a los valores republicanos que cimientan nuestro orden institucional. Tal situación evidencia, una vez más, la constante tendencia al debilitamiento de nuestras instituciones, no solo por la incapacidad de los representantes para alcanzar consensos primordiales, sino también por la dilución de los principios que deberían guiar la acción pública -transparencia, idoneidad, respeto a la Constitución, etc.- en favor de una dinámica donde las instituciones son empleadas más frecuentemente al servicio del poder, y no al servicio del bien común.
Es comprensible que, dada la compleja situación económica que atraviesa el país desde hace años, la atención y los esfuerzos de la sociedad y las autoridades estén centrados principalmente en este aspecto. No obstante, las variables económicas no deben entenderse aisladamente de las instituciones. En este sentido, los economistas Acemoglu, Johnson y Robinson -galardonados con el Nobel de Economía el año pasado- destacan que el buen funcionamiento institucional es una garantía del desarrollo económico. Señalan que las naciones fracasan cuando el sistema político opera en detrimento de la sociedad: cuando no hay rendición de cuentas, las reglas no son estables ni se aplican por igual, y el acceso a los cargos no se basa en el mérito.
La crisis que nadie quiere mirar: poder sin límite, República sin rumbo
Sin embargo, en Argentina, la problemática institucional se ha convertido en una constante presente en casi todos los gobiernos democráticos de nuestra historia. En las últimas décadas, el uso excesivo de decretos presidenciales, el avance sobre la justicia, la discrecionalidad en el manejo de fondos públicos, la cooptación de organismos de control, la deslegitimación del Congreso, la falta de transparencia en la gestión o la utilización partidaria de organismos del Estado, son algunos de los muchos ámbitos en los que se vislumbra el debilitamiento de nuestro sistema político. La naturalización de estas dinámicas permite que escándalos como “el diputado trucho” en los 90’, las candidaturas testimoniales, la Ley de Lemas, los presidentes ilegítimos del período 2001-2003, el nombramiento de magistrados por decreto o la actual polémica por Ficha Limpia, tengan escaso impacto en la opinión pública.
En consecuencia, la calidad, efectividad e independencia de los poderes del Estado se ven permanentemente afectadas por el deterioro político. El Poder Legislativo ha cedido parte de sus competencias al Ejecutivo y, a menudo, se ha convertido en una “escribanía del poder”. Por su parte, el Poder Judicial muestra cada vez más impotencia, no solo por su lentitud y la presión política ejercida sobre su función, sino también porque más del 30% de sus cargos permanecen vacantes (más de 200 jueces y fiscales), debido a la falta de consenso para avanzar en las designaciones.
Actualmente, estamos por afrontar un proceso electoral clave para el futuro de muchos partidos. En este contexto, el proyecto de Ficha Limpia proponía algo inédito: garantizar elecciones sin candidatos enjuiciados que requieran un cargo para obtener inmunidad. Se trataba de definir el futuro del país, no el futuro judicial de los candidatos. Sin embargo, durante el debate quedó expuesta la preponderancia de las estrategias y conveniencias políticas: importó más quién presentaba el proyecto, quién ganaba visibilidad, cuándo se votaba con relación a la campaña y qué partidos se beneficiaban o perjudicaban, antes que pensar en el fortalecimiento de las instituciones y la confianza democrática.
Esto se debe, en gran medida, a que muchos representantes y partidos políticos tienden a usar el poder como medio para maximizar beneficios personales y electorales, priorizando perjudicar al adversario en lugar de coordinar esfuerzos para mejorar el sistema y enfrentar los desafíos actuales. No se trata de negar la existencia de conflictos de intereses en la política, sino de evitar que se antepongan sobre el bienestar general.
Tal es así, que pocos partidos que llegaron al poder respetaron el orden constitucional, más allá de sus discursos. En muchos casos, el respeto a las instituciones fue subordinado a la urgencia de cumplir con los objetivos de gestión, como si fueran prescindibles en el ejercicio del poder. Tan recurrente y nocivo como nuestras crisis económicas, el deterioro político-institucional es la crisis que nadie quiere ver. Las instituciones son el canal para resolver nuestras demandas, garantizar nuestros derechos y administrar justicia. Por eso, su disfuncionalidad prolongada y la corrupción no solo generan un Estado más ineficiente y parcial, sino que también afectan la cohesión social y la unidad nacional, alimentan la desconfianza ciudadana y ponen en riesgo la estabilidad democrática a largo plazo.
En la medida en que la ciudadanía no exprese contundentemente su disconformidad con esta situación, siempre habrá quienes logren sacar ventaja de ella. Es decir, si no reclamamos por instituciones más transparentes y funcionales, éstas seguirán siendo utilizadas en favor de intereses particulares. A modo de ejemplo, bastó una breve sesión en el Senado para decidir, casi unánimemente, la duplicación de los salarios de los senadores en abril de 2024; acordando un aumento adicional en agosto del mismo año. Ficha Limpia no corrió la misma suerte, tardó años en debatirse y no obtuvo tal consenso.
¿Acaso no es posible avanzar con la agenda política y, al mismo tiempo, preservar los mecanismos institucionales establecidos por la Constitución? ¿No deberíamos aspirar a construir consensos básicos del funcionamiento democrático, sin que los partidos ensucien el debate con disputas sectoriales?
Más allá del voto
Esta problemática no solo involucra a los políticos, sino que interpela a toda la ciudadanía. Por su persistencia en el tiempo, el sinfín de aspectos que afecta y la escasa presión social vinculada al tema, se podría señalar como un problema generalizado de la sociedad. Una falencia estructural que nos invita a reflexionar sobre ciertos déficits en nuestra cultura democrática. Esto no significa que los ciudadanos no percibamos la problemática, sino que, muchas veces, estamos dispuestos a tolerarla si se traduce en beneficios o respuestas a una determinada situación (por lo general, económica).
En los sondeos sobre las principales preocupaciones de los argentinos, los temas socioeconómicos ocupan los primeros lugares, mientras que los políticos e institucionales quedan relegados. Sin embargo, difícilmente Argentina podrá asegurarse un futuro próspero sino exige con la misma fuerza transparencia, legalidad y responsabilidad a los encargados de construirlo. Probablemente, tantas décadas de inestabilidad económica hayan provocado que, para muchos, la prioridad sea simplemente llegar a fin de mes. La huella profunda de la crisis y la pobreza suele ser más fuerte que la memoria de los innumerables atropellos a la voluntad popular y a la República. Además, es común cuestionar las faltas institucionales cuando provienen de sectores políticos contrarios, mientras que las del propio signo muchas veces se toleran o justifican.
En conclusión, es cierto que todo sistema tiene falencias. Pero los esfuerzos de la política deberían concentrarse en corregirlas, no en aprovecharlas para corroer su legitimidad. Mientras más apostemos como sociedad a construir instituciones sólidas, transparentes -en su funcionamiento y en su composición- y orientadas al bien común, más cerca estaremos de resolver eficazmente los problemas que nos afectan. Las instituciones son un medio; no un obstáculo. Su debilidad crea problemas; no los resuelve. Es una cuestión que los argentinos debemos atender; un debate que, como ciudadanos, es nuestro deber abordar. Nuestro rol no termina en el voto: continúa en la participación activa, para que las instituciones sean un reflejo de los representados, no una herramienta de los representantes.
Excelente! Facundo Piñón!! Tal cual! Nada que quitar . Nada que agregar. Argentina padece un déficit de educación.
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