Cada vez más lejos de la verdad

       Cada día que pasa en la Argentina es una constante discusión absolutamente polarizada sobre los mismos hechos, que se repite en busca de presentar un discurso acorde a los intereses políticos de cada facción. Le quitamos importancia al hecho con tal de que sirva para sacar un rédito político o para imponer una bajada de línea ideológica. Debatir un suceso entre dos visiones que ni siquiera están de acuerdo en lo que pasó, en una estadística, en un número, en un fallo judicial o hasta en la ley económica más básica, es como poner a debatir a dos personas que hablan idiomas distintos. ¿Fueron 30.000 los que desaparecieron durante la dictadura? ¿A Nisman lo mataron, o se suicidó? ¿Hubo un intento de asesinato real contra la vicepresidente o fue un montaje? 

       El hecho es que no importa, a nadie le importa lo que realmente sucedió sino imponer el suceso que beneficia sus intereses, llevar agua para su molino. Esta clave de debate resulta muy desgastante para todos porque ni siquiera hay una base desde la que se puede partir, un hecho apto a interpretaciones, opiniones o visiones. Esto tiene una responsabilidad compartida entre la política (principalmente), los medios y la sociedad misma.

       Es realmente increíble que un país con las estadísticas y los problemas estructurales que tiene Argentina, sus dirigentes y los medios, se la pasen debatiendo hechos que nada tienen que ver con las urgencias de la sociedad, que no son pocas. Porque en nuestra situación, discutir banalidades es un lujo que no nos podemos dar y sin embargo abusamos del debate vertiginoso y sin sentido del día a día. Y por banalidades no me refiero a los interrogantes que di como ejemplo en la introducción, por el contrario, son temas que se deben recordar y debatir, pero con muchísima más seriedad que la actual, partiendo desde el hecho hacia la opinión y no al revés.

          El primer problema es que todo lo que viene desde la política transmite desconfianza a la población. Muchos no creen en funcionarios de un lado o de otro porque siempre que sucede algo se busca el beneficio propio y no la verdad. Esto no es culpa de los que desconfían, sino de los que mintieron y tergiversaron, por eso, creo que la política no debería renegar de los que no les creen, sino hacer un mea culpa para entender que son ellos los responsables.  

        El segundo problema, el más grave, es que hace rato muchos argentinos delegaron su búsqueda de verdad en políticos y eso les da a ellos la posibilidad de instalar una “verdad” a conveniencia propia. Cito a Primo Levi, un sobreviviente del holocausto, que en un fragmento de su texto “Si esto es un hombre” da una visión muy interesante acerca de lo que implica rendir culto a un líder: “Hay que desconfiar, pues, de quien trata de convencernos con argumentos distintos de la razón, es decir de los jefes carismáticos: hemos de ser cautos en delegar en otros nuestro juicio y nuestra voluntad. Puesto que es difícil distinguir los profetas verdaderos de los falsos, es mejor sospechar de todo profeta; es mejor renunciar a la verdad revelada, por mucho que resalten su simplicidad y esplendor, aunque las hallemos cómodas porque se adquieren gratis. Es mejor conformarse con otras verdades más modestas y menos entusiasmantes, las que se conquistan con mucho trabajo, poco a poco y sin atajos por el estudio, la discusión y el razonamiento, verdades que pueden ser demostradas y verificadas”

     En una visión economicista de la política, para los políticos, nosotros, la sociedad, somos el mercado y ellos actúan en base a nuestras demandas. Demandemos transparencia, honestidad y por sobre todo, verdad. Somos una sociedad empapada de promesas sin cumplir, de hechos sin esclarecer, de mentiras bien contadas, de debates sin rumbo, presos de los intereses de unos pocos. Démosle a la verdad, a los hechos, la importancia que se merecen y que debieran tener en un país que pretende progresar. No es lo mismo si las cosas fueron de una manera u otra, la verdad importa, la verdad si cambia, los hechos son sagrados.

Juan Urien 




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