Larga vida a los símbolos nacionales

 Con la inesperada noticia de la muerte de la reina Isabel II, el inmediato ascenso al trono del príncipe Carlos y la inminente conmoción británica decidí pasar mi fin de semana en Londres. Presencié el bullicio de la ciudad, las largas filas para despedir a la monarca y los variados tributos a su reinado. Flores, fotos, dedicatorias, cartas y hasta vidrieras de negro, Londres estaba de luto. 

    Durante mi primer paseo por la ciudad, me desvié hacia Hyde Park, donde algunos británicos se reunían para dejar ramos de flores en honor a Isabel II. De curiosa le pregunte a un grupo de ingleses por qué estaban dejando flores en esa zona en particular del parque. La respuesta era simple, Green Park, a tan solo unos pasos del Buckingham Palace, ya estaba lleno de muestras de cariño hacia la difunta reina.

    Sin dudas, me resultaba llamativa la agitación de la ciudad. Aunque era consciente de que Isabel II era una persona sumamente querida, nunca había tomado dimensión del asunto. Tanto adultos como jóvenes se hacían un tiempo de su día para homenajear a la monarca y a su reinado.

    Camino a Buckingham Palace entablé conversación con una londinense y le comenté que, al nunca haber tenido una monarquía en Argentina, el fenómeno que estaba presenciando me era de suma curiosidad. Ella me respondió con una pregunta, “¿Y Perón?”.  Su observación me dejó sin palabras. Aunque Juan Domingo Perón no fue un monarca, podía entender sin dificultad a lo que ella se refería. 

    El paralelismo entre Isabel II y no sólo Perón, sino también Evita me resultó ocurrente. A partir de esa interacción, mi viaje, mis observaciones y mis notas mentales pasaron a otro plano. Cada vez que me cruzaba con esa larga fila de gente, dispuesta a esperar 20 horas para ver el féretro de la reina, me acordaba de cómo la muerte de estos personajes generó una reacción similar en el pueblo argentino. 

    De más está aclarar el inmenso abismo ideológico que separa a la monarca de los líderes peronistas, o de cualquier otro presidente, pues las funciones de una reina son simbólicas y ceremoniales y no se asemejan a las de ningún jefe de Gobierno.

    De la muerte de Juan Domingo Perón se habla poco, si la comparamos con la de su esposa, María Eva Duarte de Perón, mejor conocida como Evita.

    El 1 de julio 1974, la tercera esposa y sucesora de Perón, María Estela Martínez, anunciaba “con gran dolor” la muerte del presidente. El mandatario fue vestido con uniforme militar, “como a él le hubiera gustado” y fue velado hasta el 4 de julio. 

    Se estima que unas 200.000 personas acudieron a rendirle homenaje al Congreso de la Nación, donde sus restos fueron expuestos al público. A su vez, alrededor de un millón de ciudadanos se acercaron a las puertas del Parlamento para despedir al presidente, aunque no lograron entrar al edificio. Fueron unos 2.000 los periodistas extranjeros que reportaron el funeral de Juan Domingo Perón.

    Por otro lado, del último adiós a Evita sabemos bastante. Mitos, mística y leyendas rodean la muerte de la primera dama y su posterior embalsamamiento. Su velorio duró 16 días, pues, el aún vivo Teniente General Perón quería que todo aquel que quisiera pudiera despedirla. 

    El velorio de Evita, que comenzó el 26 de julio de 1952, tuvo lugar en el Ministerio de Trabajo y Previsión. El duelo nacional se extendió por treinta días. Las actividades oficiales fueron suspendidas por dos días y los comercios debieron cerrar por tres días. También se impuso la utilización de una cinta negra de luto. Filas de 10 horas se formaron para despedir a la primera dama.

    Evita, estemos de acuerdo con su ideología o no, fue un símbolo. El solo pronunciamiento de su nombre emanaba, y continúa emanando, poder político. Incluso el Vaticano llegó a recibir pedidos de canonización para la difunta. 

    Fuente de musicales, series de televisión y libros, María Eva Duarte de Perón dejó una Argentina conmocionada. La llamada “jefa espiritual de la nación” fue embalsamada, pues su marido pretendía que sus restos descansaran en el “Monumento al descamisado”, un mausoleo que sería construido para la primera dama. Finalmente, con la caída de Perón, el cuerpo de Evita fue secuestrado y escondido por 16 años, pero ese es un tema para otro artículo.

    Ahora volviendo al presente y mirando al continente europeo, Reino Unido está viviendo un fenómeno similar al que nuestro país vivió hace ya 70 años. Las filas para despedir a la reina Isabel II se extendieron por más de 16 kilómetros, la espera para entrar a la Abadía de Westminster llegó a ser de unas 20 horas, y la conmoción del pueblo británico no tiene precedente. Gente de uniforme, jóvenes de civil, ancianos y extranjeros, todos dispuestos a esperar en las bajas temperaturas para dar un último adiós a un símbolo. 

        Al haber tenido la posibilidad de estar en Londres este fin de semana, no perdí la oportunidad de unirme a la fila. No solo que era eterna, sino que encontrar su final era todo un desafío. Cuando pensabas que habías llegado, dos cuadras más de cola se habían formado. El movimiento de gente fue algo que nunca antes había visto. 

    Ayer Reino Unido le dijo adiós a su monarca más longeva, pero antes de cuestionar la “locura” de los británicos o siquiera pensar que se trata de un fenómeno extranjero, miremos la historia de nuestro país. Observemos cómo los fenómenos se repiten a lo largo de los años. Reflexionemos sobre cómo algunas personas tienen el poder de convertirse en símbolos nacionales. Y no dejemos pasar por inadvertidas las similitudes que algunos procesos tienen entre ellos.

Por Josefina Köhler




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