“Aquel de ustedes que nunca haya insultado a un político, que tire la primera piedra”. Nadie se sorprende al escuchar los ataques constantes que sufren los funcionarios (de cualquier bandera) en la vida cotidiana. Los mismos que vemos hablando desde estrados con una docena de micrófonos o dando un discurso en la apertura de Sesiones Parlamentarias. Basta simplemente con entrar a cualquier red social, buscar las primeras tendencias y encontrarse con un repertorio de insultos de los más diversos hacia aquellos (des)afortunados que cayeron en el eje de la opinión pública. Esa situación se puede trasladar con la misma intensidad a la televisión, charlas familiares y hasta el debate en las universidades. La propia denigración entre los mismos políticos (las famosas chicanas) también añade leña al fuego mientras sus seguidores los alientan como si se tratara de una riña escolar a nivel nacional. Para algunos, esto solo representa un momento de risa en Twitter, para otros, es un reflejo de la decadencia social y el bajo nivel de una república bananera.
Estas manifestaciones de la opinión pública son una parte natural de la vida en democracia y quizá para los argentinos, una moneda corriente que hemos asimilado en las últimas décadas. Ciertamente, con los eventos y cambios cada vez más frenéticos que vivimos en el marco de una pandemia cuyo fin aún nos cuesta divisar, es muy difícil discernir cuales son las medidas ideales para afrontar la crisis de la mejor manera. En una sociedad tan polarizada como la nuestra, el surgimiento de diferentes cursos de acción totalmente distintos, por amplios sectores de la población, allana el camino para que nuestros representantes queden atrapados entre el fuego cruzado de una mitad del país que odia a la otra (la famosa “grieta”).
Como siempre ha ocurrido, existen aquellos que saben explotar las diferencias del electorado y los obligan a caer en dialécticas como “Estado/Privado” “Educación/Ignorancia” e incluso el polémico “Salud/Economía”. Estos personajes, capaces de navegar entre las tendencias y penetrar en las capas más desafectadas de la sociedad, son los que construyen poder en la política argentina. Son al mismo tiempo, a quienes se les reconoce y demoniza como los responsables de que un determinado lado de la grieta piense distinto al mío.
Entonces este juego de proyección de poder, común en el servicio público, suele traer como efecto colateral la idea de que el sector dirigente está completamente desentendido de la sociedad. Frases como “no nos representan”, “llegan arriba y se olvidan” y mi favorito personal: “la casta política” son habituales en el pesimismo colectivo de aquellos que fueron desilusionados múltiples veces o quienes cambian de canal al escuchar a un candidato en televisión. Hasta este punto, nada resulta una novedad hasta que traemos a colación un pensamiento que se arraiga cada vez más fuerte en la juventud: la idea de que la única salida es por la manga de un avión. Todos lo hemos escuchado y si bien el propósito de este artículo no es evitar que cumplas tus sueños en Europa, es una apología a la idea de que la política como ejercicio del servicio público y como profesión, no carga con toda la culpa.
Si nos refugiamos en los clásicos, nos daremos cuenta de que no estamos debatiendo nada nuevo. Los griegos discutían el ejercicio de la “cosa pública” hace milenios y hoy tenemos resultados contundentes. Aristóteles, para quien la felicidad era el bien más elevado, decía que esta solo se encontraba en el conjunto de condiciones que permitan a un individuo desarrollarse. Entre ellas, la capacidad de participar políticamente y vivir en sociedad. “Animal político” es el término que usaba para definirnos como especie. Estamos llamados a participar en la vida pública y de hecho, lo hacemos hasta indirectamente. La “casta política” no crece de los árboles, es un reflejo de la sociedad que se manifiesta en nuestro voto, así como en nuestra indiferencia. Ya lo dice la famosa frase “el que calla otorga”.
Acercándonos a la actualidad, contamos con sectores que proponen soluciones más drásticas al sistema político. Desde el famoso “que se vayan todos” hacia el más reciente “hay que achicar el Estado a su mínima expresión” podemos observar el mismo patrón que advertía el griego al decir que nadie estaba exento de la vida en la Polis: estas “soluciones” sólo pueden implementarse desde la política o en su defecto, quienes las proponen, deben primero ingresar en ella. Incluso, algunos de sus exponentes parecen explotar la misma dialéctica de la que hablamos anteriormente. Da la sensación que caemos en un ciclo en donde las soluciones son constantemente absorbidas por el sistema y que no llegamos a ningún lado. Lejos del pesimismo, es una invitación muy interesante a replantearnos el rol que como ciudadanía podemos ejercer en la toma de decisiones sin pasar por la guillotina a todos los que lleven una bandera de otro color o dividir el territorio argentino en dos Estados diferentes.
¿Quiere decir esto que no podemos darnos el lujo de expresar nuestro disgusto hacia nuestros políticos favoritos en redes sociales? Para nada. Simplemente recordar que en todos los rubros hay mentiras, malentendidos, crueldad y desprecio, pero el servicio público es el blanco predilecto de estas críticas (quizás por no intentar disimular su naturaleza) que si bien son sanas en un sistema donde debe primar la libertad de expresión, exacerbadamente pueden llevar a un pesimismo colectivo del que podría ser difícil salir. Así que podremos seguir disfrutando de los debates de Twitter, las chicanas entre periodistas y los gritos de los tíos en las cenas familiares.
Las diferencias son una parte innegable de nuestra sociedad que debemos aceptar si algún día queremos nivelar hacia arriba. Desde las luchas fratricidas entre unitarios y federales hasta los debates populismo-república, la grieta no es nada nuevo. Culpamos a nuestros dirigentes por las decisiones que toman, y no nos damos cuenta de que la opción empieza con nosotros, no solo en las urnas, sino en el ejercicio de la ciudadanía.
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