La tragedia del heroísmo romántico o Echeverría inverso


En nuestra mente está grabada a fuego la idea del héroe. Es el centro de todos los relatos que nos contamos como sociedad; es un individuo apasionado, con inteligencia y fortaleza, casi siempre joven, y principalmente,
está en lo correcto. La idea misma de heroísmo recae en esta premisa central: que él -porque además suele ser un él- está enfrentándose a la maldad, a la corrupción, a la tiranía. Por eso, la narrativa contemporánea llama “anti héroe” al protagonista que, contra todo pronóstico, busca hacer el mal, o al menos su propio beneficio, como si ello atentara contra la misma esencia del tropo. Ni siquiera hace falta pensarlo, porque las historias que pueblan nuestras naciones y nuestras vidas giran en torno a este arquetipo heroico. Y esto es, por encima de todo, la razón por la que el mundo actual no tiene sentido.

La existencia de la Argentina en cuanto nación se la debemos a dos momentos históricos, probablemente: la Revolución de Mayo, hasta la Declaración de la Independencia de 1816, y la Generación del 37, hasta la Constitución de 1853. En el primero, mentes brillantes como las de Belgrano y San Martín vieron la necesidad de conducir a un pueblo, que no era nada en ese entonces, a convertirse en una nación próspera, con un pasado y un futuro comunes. Digamos que la idea pasó al segundo plano cuando empezamos a matarnos por cómo se iba a organizar el país. Justo antes del terror rosista, un grupo de apasionados jóvenes -ya se advierte el arquetipo- vieron la necesidad de volver a este proyecto nacional, entrar en contacto con el alma argentina y magnificar a través de los ideales del romanticismo liberal. Este es el segundo momento, en que la razón ilustrada da paso a los sentimientos, la pasión, el heroísmo y el sacrificio personal. En esta época destacan Sarmiento y el buen hombre que ilustra esta nota: Esteban Echeverría. A sus pies, como si esto fuera el fundamento de su grandeza, se lee: “Miserables de aquellos que vacilan cuando la tiranía se ceba en las entrañas de la patria”.

Ahora, es fácil hablar de tiranía cuando te gobierna Rosas; más allá de esa discusión, hablábamos de una fuerza violenta que se oponía a otra, embanderada con ideales de libertad y de nación. ¿Cómo hablar de héroes y villanos en el siglo XXI, cuando la cantidad de actores en el tablero político es impensable y nadie es quien dice ser? El heroísmo romántico garpaba en el auge de la modernidad, cuando un poeta como Byron muriendo en Grecia tratando de independizarla era el mejor uso que alguien podía darle a su vida. Hoy, nada es tan simple; las narrativas múltiples del posmodernismo hacen que cada ideología pueda tener sus héroes, pero no que estos puedan compartirse. El nacionalismo italiano de la mano de Verdi y el alemán de Fichte dieron lugar a los estados fascistas más infames del siglo XX. El individualismo está en el banquillo, pero ni hablar del colectivismo. Abrimos la caja de pandora que es el eterno cuestionamiento, y ahora tenemos un mundo un poco más inclusivo, pero mucho menos coherente, justamente por eso. Quizás es necesario el autoritarismo para brindarnos una narrativa única y estable, aunque sea para que los súbditos oprimidos puedan contestar… Este tiempo en que vivimos es el limbo entre el pasado de los ideales revolucionarios, y el futuro que no me atrevo a definir; no se me ocurre que pueda ser más complejo que nuestro presente, pero probablemente me equivoque.

Este comentario pesimista es ante todo una guía. Esta “Argentina Joven” nunca podrá ser la “Joven Argentina” que fundó Echeverría (coincidencia absoluta, cabe aclarar); ninguno de nosotros jóvenes será un héroe romántico, por más que nos pese. Pero esa es quizás la mayor verdad que tengamos que reconocer si queremos formar parte de la historia. Aunque no podamos volver a los dualismos, debemos recuperar el heroísmo, no contra Rosas, sino a favor de la Argentina, esa que Belgrano, con otros muchos, nos legó.

Por Sebastián Uría Minaberrigaray



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