Definir palabras que todos usamos día a día es, en general, moneda corriente en la universidad. Y entre las tantas definiciones de política que se barajaron a través de la historia, desde Sócrates hasta nuestros días, hay una que desde un principio resonó en mí: la política, según Charles Maurras, es “el arte de hacer posible lo necesario”. Así, Maurras busca superar el concepto de Leibniz, para quien la política es solo “el arte de lo posible”, y trae al primer plano los dos ejes centrales de la política: utopía y realidad. La tarea de una política o político no es, como se suele pensar, solo manejar la realidad tal como se nos presenta, con sus problemas urgentes y pujas de poder; lo inmediato está en constante tensión con lo futuro, un proyecto ideal, que busca solucionar problemas de fondo y generar nuevos modos de vivir nuestras sociedades, que con suerte serán mejores y más justos. Y a veces, solo a veces, un ideal surge en el contexto necesario, y esa fuerza transformadora de la sociedad se pone en movimiento.
Quizás lo mejor de un ideal es que es puro, justamente porque no existe físicamente. Una vez que una idea se pone en práctica, empiezan a surgir sus matices y sus imperfecciones. Cualquiera que se haya enamorado con un proyecto o una ideología conoce el sentimiento de verlo convertirse en algo completamente distinto a lo prometido. A mi juicio, esto es especialmente notorio en nuestra propia historia. A menudo importamos ideas de países que estaban a la vanguardia de los cambios políticos, sociales, y económicos del mundo, principalmente Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Alemania… pero que poco tenían que ver con nuestras necesidades, mucho menos nuestras realidades. La idea estadounidense de independencia, que ellos supieron ejecutar tan fácilmente, nos llevó a 70 años de guerras civiles; los proyectos constitucionales fueron muchas veces razón de encarnizados conflictos.
Entre los ideales que no se adecuaron a nuestra realidad argentina, el de la democracia aparece como particularmente problemático. A través del siglo XX, el deseo por una sociedad democrática se fortalecía a medida que esta se volvía más y más imposible, en una seguidilla de golpes de Estado cada vez más cercanos entre sí. Pero este texto no apunta a ese proceso, más cercano y presente en discusiones actuales, sino en uno más lejano, pero fundamental: el del nacimiento de nuestra democracia y sus profundas contradicciones.
Nuestra primera constitución -duradera- fue la de 1853, la cual se puso en práctica a nivel nacional recién en 1862, y el sistema democrático que concebía dio al primer presidente votado en todo el territorio, Bartolomé Mitre. Ahora, la democracia que se practicaba en estos pagos era ampliamente distinta de la estadounidense, por ejemplo, cuya sociedad estaba mucho más avanzada y organizada. Por distintos motivos, la clase dirigente de nuestro país consideró “necesario” atenerse al fraude para asegurarse que el país quedara “en buenas manos” (o sea, las suyas). Esta práctica no solo se generalizó, sino que creció y se arraigó en la Argentina en las décadas que siguieron. La generación del 80, llevada al gobierno con este método, transformó la matriz productiva del país y propició una inmigración masiva que cambiaría las bases de nuestra sociedad. Lo que me parece más interesante es que los cambios que produjeron generaron una sociedad cuyos deseos y necesidades no comprendían, porque qué respuesta podrían brindarle esos notables aristócratas de mediados de siglo a inmigrantes que cruzaron el Atlántico en busca de pan y trabajo, a una clase media que ellos ayudaron a construir, al tiempo que la excluían de los espacios sociales y políticos más importantes. El proyecto liberal de ampliar la educación dio lugar a una clase media en movimiento y a la vez pensante, que miraba el texto constitucional y se preguntaba por qué se adeudaba lo prometido allí. Por primera vez, parte de la población -no solo la clase alta- pudo debatir sobre las necesidades del país y las responsabilidades de sus gobernantes.
Es en este contexto que surge la Unión Cívica Radical, luego de la Revolución del Parque que la Unión Cívica alzó frente al gobierno de Miguel Juárez Celman, en medio de la crisis de 1890. Fue quizás la situación económica la que avivó los cuestionamientos sobre la inmoralidad del gobierno. El reclamo de la UCR era simple pero potente: hacer respetar la constitución. Incapaz de llegar al poder, el partido se refugió en el abstencionismo y la esperanza de derrocar al gobierno con una revolución, como las de 1893 o 1905. Finalmente, desde el seno del poder nació una ley electoral (la Sáenz Peña) que permitió que los radicales llegaran a la presidencia, 26 años después de su primer alzamiento.
Esto es esencial para entender las contradicciones que presentó el partido una vez en el gobierno. Su reclamo moral contra el “régimen” seguía vigente, pero la sociedad de la que había surgido se había transformado -Guerra Mundial mediante- radicalmente, al mismo tiempo que la fantasía de un ideal se topaba con los infinitos problemas de su aplicación en la realidad. Tres fueron, quizás, las grandes fallas de los gobiernos radicales: identificándose con la nación, el gobierno buscó la hegemonía en todas las provincias a costa de la constitución que siempre defendieron, y mientras lo hacía no solo generó una fractura interna, sino que no supo brindar respuestas creativas a los nuevos problemas que traía la sociedad de entreguerras. Después de todo, tiene sentido; las raíces del movimiento estaban en el siglo XIX, sus principales dirigentes combatieron en el Parque. ¿Cómo reconocer que el proyecto que sostuvieron por años podía no ser el necesario en la actualidad?
Esa rara pero deseable coincidencia entre utopía y realidad, entre necesidades actuales y proyectos a futuro, es una de las grandes carencias en nuestro escenario político e ideológico actual. No sé cuál puede ser la salida de este estancamiento, pero estoy bastante seguro de que la receta no puede ser importar ideologías, de izquierda o de derecha, que nacieron en contextos de mil maneras distintos al nuestro. Creo que el peronismo, dejando de lado todas las polémicas, fue hegemónico por 10 años justamente porque pudo entender las necesidades de gran parte de los argentinos, de una manera que ni los conservadores, ni los radicales, ni los socialistas supieron ver. Fue un poco de todos pero supo ser algo distinto, original en su eclecticismo. En épocas en las que soñar con utopías es descartado de infantil o ingenuo, creo que es momento de recordar que una verdadera utopía nace de las necesidades presentes de nuestros pueblos, y pareciera que hoy en día no tenemos las primeras porque desconocemos las últimas.
Por Sebastián Uría Minaberrigaray
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