Sicilia, 1860.
La Expedición de los Mil
desembarca en Marsala ondeando la tricolor. Se vitorea a un Garibaldi que
encarna la unificación de un país que no existe y, como toda promesa de una
nación por construir, asegura un cambio de vida trascendental. Si una isla sabe
de extranjeros arribando con la solución a las penas, esa es Sicilia. Allí habita el Príncipe de Salina Fabrizio
Corbera, que observa inactivo como la pompa de días pasados que rodeaba a los suyos
cae lentamente en desgracia. Es la cabeza de una familia aristocrática
tradicional que esgrime un gatopardo (o serval) en su escudo; un escudo que ya
pocas manos ansían portar. Su educación de otrora rechaza los nuevos cambios,
pero a su vez parece aceptar la presencia de algo superior, algo mucho más
antiguo que esta familia y por demás duradero. Tancredi Falconeri, joven
sobrino consentido del anciano Don Fabrizio, se une a las camisas rojas
garibaldinas y con las siguientes palabras describe sus motivos a su también
padrino:
“—Si allí no estamos
también nosotros — añadió —, ésos te endilgan la república. Si queremos que
todo siga como está, es preciso que todo cambie. ¿Me explico?”
Aquí es donde comienza y
termina lo que la mayoría conoce del clásico Il Gattopardo de Lampedusa.
Se ha usado el término “gatopardismo” a lo largo de los años, y especialmente
en las ciencias políticas, para condensar en un sustantivo todos aquellos
ánimos de reformas superficiales que en los hechos terminan en la nada misma,
pero en los papeles se ilustran como el más radical de los giros.
Sin embargo, esta novela
va un poco más allá, ya que la aparente estática de la realidad no es tal y se
reconoce una dinámica, hasta inherente a ella se podría decir. De hecho, siempre
hay que tener presente que las palabras que dan lugar al conocido término son
las del joven impulsivo de la novela, pero no la del Príncipe, que llega a
comprender que aquel supuesto cambio insípido tiene cierto sabor y quizás no es
el ideal.
En el trajín del cambio
de régimen, un funcionario piamontés, Chevalley, visita a nuestro protagonista
ofreciéndole un puesto en el Senado de la nueva Italia. Este personaje desborda
en esperanza. Cree que por fin el estado de las cosas puede ser distinto en
Sicilia, que el destino tiene preparado un lugar especial para las fuerzas
liberales de Cavour en aquella isla. Pero el Príncipe sólo puede pensar en que
el sufrimiento, y también parsimonia, de aquel pueblo seguirá ahí, que no hay
nada que entusiasme en una nueva administración; otra de tantas.
“Todo esto no tendría que
durar, pero durará siempre. El siempre de los hombres, naturalmente, un siglo,
dos siglos... Y luego será distinto, pero peor. Nosotros fuimos los Gatopardos,
los Leones. Quienes nos sustituyan serán chacalitos y hienas, y todos,
gatopardos, chacales y ovejas, continuaremos creyéndonos la sal de la tierra.”
Si el lector todavía no ha
comenzado a hacerlo de manera instantánea, lo invito a pensar en tierras
australes cuando analizamos Il Gattopardo. ¿Cuál es “siempre de los
hombres” en Argentina? ¿Acaso no hemos acuñado nuestra propia frase gatopardesca
cuando repetimos “esto es siempre lo mismo, no cambia más”? ¿Pero en realidad
no asistimos a una continua degradación, a un espiral descendiente, en nuestra
situación sociopolítica, donde las consignas se repiten eternamente, pero las
crisis parecen volver cada vez más rápidas y contundentes? Parece ser que el
“siempre de los hombres” en estas playas han dejado de ser siglos, sino que, de
manera preocupante y hasta ahora sin remedio, cambia fugazmente en décadas. El
león ni siquiera aguanta una vida para degradarse en hiena, no hay ya orgullo o
dignidad que le importe.
El siguiente relato es una
anécdota que el Príncipe cuenta a Chevalley sobre los momentos previos a la
entrada de Garibaldi a la capital de la isla:
“Se ha equivocado
solamente cuando ha dicho «los sicilianos quieren mejorar». (…) Dos o tres días
antes de que Garibaldi entrase en Palermo me fueron presentados algunos
oficiales de la marina inglesa que se hallaban de servicio en esos buques
anclados en la rada para observar los acontecimientos (...)Quedáronse
extasiados ante el panorama y la irrupción de la luz. Pero confesaron que se
habían quedado petrificados al observar el abandono, la vejez y la suciedad de
los caminos de acceso. (…) Uno de ellos me preguntó luego qué venían a hacer en
Sicilia aquellos voluntarios italianos. «They are coming to teach us good manners (le
respondí). But they won't succeed, because we are
gods.» Vienen para enseñarnos la buena crianza, pero no podrán hacerlo, porque
somos dioses. Creo que no comprendieron, pero se echaron a reír y se fueron.
Así le respondo también a usted, querido Chevalley: los sicilianos no querrán
nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad
es más fuerte que su miseria. Cada intromisión, si es de extranjeros por su
origen, si es de sicilianos por independencia de espíritu, trastorna su delirio
de perfección lograda, corre el peligro de turbar su complacida espera de la
nada. Atropellados por una docena de pueblos diferentes, creen tener un pasado
imperial que les da derecho a suntuosos funerales. ¿Cree usted realmente,
Chevalley, ser el primero en querer encauzar a Sicilia en el flujo de la
historia universal? ¡Quién sabe cuántos imanes musulmanes, cuántos caballeros
del rey Ruggero, cuántos escribas de los suevos, cuántos barones de Anjou,
cuántos legistas del Rey Católico han concebido la misma bella locura, y
cuántos virreyes españoles, cuántos funcionarios reformadores de Carlos III! Y
ahora, ¿quién sabe quiénes fueron? Sicilia ha querido dormir, a pesar de sus
llamamientos. ¿Por qué tenía que escucharlos si es rica, si es sabia, si es
civilizada, si es honesta, si es por todos admirada y envidiada, si es
perfecta, en una palabra?”
Creo que estas oraciones
reflejan, de una manera impactante y preocupante, la actitud que muchas veces
tiene nuestra sociedad para con la política y desde ella. Constantemente
creemos que estamos en la cima, cuando echar un vistazo alrededor es suficiente
para darse cuenta que hay mucho que aprender. Por supuesto aliento a todo el
que haya disfrutado esta nota a leer la maravillosa novela en la que se inspira,
que escrita hace poco menos de setenta años y a casi once mil kilómetros de
distancia, parece, en mucho de sus pasajes, describir a la perfección la actitud
argentina frente a su futuro, su eternidad. Una actitud conformista en muchos
sentidos, que se queda con un gatopardismo inicial y superficial, sin todavía enterarse
que en sus propias vidas el siempre de los hombres cambia más rápido que nunca
y se lleva puesto lo que podría ser un gran porvenir. Mientras tanto, seguimos
esperando, con una pequeña e íntima esperanza, que nuestros chacales y hienas
algún día vuelvan a ser gatopardos y leones.
Muy buena nota,me gusta como el autor analiza nuestra realidad socio-política mediante las claras coincidencias de ésta con el llamado gatopardismo.
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