Casus Foederis

                Un joven y recién electo parlamentario Tory, ansioso por ocupar su puesto en las filas del cuerpo legislativo británico, se acerca a Churchill, y señalando a las bancas enfrentadas a él, le dice: “Así que ellos son el enemigo”. Churchill, casi burlándose de él, le responde: “No hijo, ellos son la oposición. Tus enemigos están detrás”.

                El concepto amigo-enemigo, tanto en el plano internacional como en el doméstico, es muy maleable. Solemos acusar a populistas y demagogos de utilizarlo sobre el vulgo para lograr sus fines, construyendo poder a expensas de la polarización y el odio forzado sobre discursos simples y dicotomías irrelevantes. Percibimos que solo en la medida en que ese discurso funcional sirva para arrear los sentimientos del ciudadano va a seguir vigente, para inmediatamente caer en el olvido. De todo esto hay verdad, pero la mentira es creer que solo afecta a “la tribuna”

                Lo cierto es que contrario a lo que muchos autoproclamados despiertos suelen creer, el cuento del “nosotros y ellos” no está reservado a las clases bajas. En las altas cúpulas partidarias son los primeros en comprarlo, precisamente porque eso necesita un partido: Una ideología.

          Sobre eso se construye la idiosincrasia, el sello de autenticidad que permite distinguir quien es quien, entendido en algo tan simple como el derecho de un partido a reservarse sus propios colores. Más allá de los principios fundacionales, al final del día un partido solo será juzgado por aquella fuerza política a la que se opone, y es el elemento clave en el armado de coaliciones.

                Ni la intención de voto, el número de afiliados o la infraestructura partidaria sirven si no se comparte un objetivo común: oponerse a ese enemigo sentado en la banca de enfrente (o en el sillón de Rivadavia)

                Frente a estos escenarios podemos recurrir al tecnicismo de la diplomacia. En su lenguaje vemos reflejada la conceptualización de hechos que, si bien aplican a los estados, podemos traer a tierra y aplicar al ámbito nacional. Tal es así con la expresión Casus Foederis.

                Utilizado en el ámbito diplomático, refiere al motivo por el cual los miembros de una alianza se comprometen a unirse. Esos casos pueden ser en reacción a una alianza contraria, buscando equilibrar el balance de poder, o para asistirse mutuamente en caso de una amenaza externa.

        ¿Qué es un parlamento si no un sistema de alianzas, frágil y fragmentado? ¿Qué diferencia vemos entre naciones de ideologías afines que se unen para contrabalancear a otras y coaliciones de partidos que resisten una mayoría parlamentaria? A pesar de estas comparaciones, hay una característica del sistema internacional que desearíamos no trasladar a la partidocracia: La anarquía.

        La existencia de un “motivo de alianza” implica al menos una promesa de que se respetaran los compromisos realizados. La historia está llena de ejemplos en donde este no es el caso, y en los frentes partidarios tampoco. El dinamismo de las lealtades entre funcionarios, la estructuración de los tiempos electorales y los conflictos por los despojos del poder son ejemplos de ello.

        Es al tratarse proyectos de trascendencia nacional como la coparticipación o la boleta única cuando el congreso muestra sus verdaderos colores, y no son precisamente celeste y blanco. Las lealtades partidarias configuran la toma de decisiones por encima de la voluntad de las provincias (y en consecuencia del pueblo). Allí es cuando vemos los principios fundacionales de un partido desvanecerse en el aire. La tinta de las cartas orgánicas es muy fácil de borrar.

        Sumado a lo anterior, el ajustado calendario electoral argentino garantiza campañas constantes y reconfiguraciones de poder dentro del parlamento que reducen enormemente (o liquidan) la unidad de los partidos, tanto entre ellos como a nivel interno. Basta recordar las noticias de las últimas semanas: Internas por el liderazgo liberal, la creciente búsqueda de protagonismo de la UCR y ni hablar de las candidaturas confirmadas a voces, faltando más de un año para las elecciones 2023.

        La Argentina se convierte en un tablero de TEG con banderas políticas que compiten por ver quién va a llevar el volante al momento de chocar. Hasta ahora lo hemos aplicado a la oposición, pero sería iluso creer que el gobierno no olvida su Casus Foederis solo por llevar la batuta.

        La realidad es que la unidad de la coalición gobernante, así como la del gabinete, es crítica para la supervivencia de un régimen. La consecuencia contraria no es sólo la erosión de la legitimidad, sino la pauperización institucional y la pérdida de calidad democrática. Los resultados deberían evocar la memoria por si solos: Pasarela de ministros, internas entre sectores moderados y extremos, y una tensa relación entre el ejecutivo y el legislativo, más teniendo en cuenta la polarización existente dentro del parlamento. 

        Con un diagnóstico tan pesimista, cabe preguntarse si podemos encontrar alguna válvula de escape, algún elemento que permita subsanar este sistema desbalanceado y llevarlo a un destino más certero: Ni siquiera hay consenso sobre lo que debe hacerse, y muchos a esta altura ya se cansaron de esperar al hombre gris.

               Seguramente seguiremos debatiendo las palabras o los colores, pero si se puede avanzar con una de las cuestiones técnicas más importantes: Generar voces autoconvocadas. Si los partidos van a asumir la importante función de ser intermediarios entre el pueblo y el gobierno, ese concepto de pueblo, esa masa uniforme invocada hasta el hartazgo, debe hacerse notar. Sin aludir a un llamado a la anarquía, es necesario que la propia gente se presente en los espacios de toma de decisiones, pero no arreados con banderas y empujados a través de siniestras intenciones, cuyos efectos desestabilizadores se han visto en su máxima expresión hace un par de décadas. El punto clave está en la conciencia de donde reside la legitimidad real. Tal vez así se le pueda recordar a la dirigencia la base sobre la que se asienta su unión.

Por Ignacio Martínez




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