Pensando en el domingo

Año electoral. Meses de campaña. Semanas de elecciones. Semana de elecciones. El domingo

se perfila como un punto de inflexión. El vértigo aparece frente a un escenario que no brinda

mucha certeza. Pregunta típica que se va asomando en distintas conversaciones. ¿A quién

vas a votar? ¿Vas a votar? Momento democrático que para muchos va perdiendo

sentido. Un voto más, menos, ¿A quien le cambia? ¿Tiene sentido? ¿O es un cuento

chino más que hacemos (nos hacemos) para sentir que mantenemos algo de control

sobre los procesos de decisión del país?


Es un dilema real, que aunque sea personalmente, surge cada vez que empieza el ritual. Ya

pasa a ser un poco folclore. En mi caso, empieza por volver 400 km al lugar donde estoy

empadronada, mi casa. Es un poco excusa para juntarse, la familia y amigos de toda la

vida, reunidos en torno al ritual de ejercer la ciudadania. Levantarse el domingo de

octubre. Generalmente toca día de sol, de esos que coquetea el verano que no termina de

llegar. Se calculan tiempos para evitar la cola. Se saluda al presidente de mesa, al fiscal que

probablemente sea un vecino (o muchas veces uno mismo). El regalo de medialunas o algo

rico, aunque sea cebar un mate. Aparece siempre el aplauso al que vota por primera vez.

Cantar el número de orden para facilitar el trámite, agarrar sobre firmado con todos los

colores. Y el momento de la decision, en el silencio del cuarto oscuro. Ese cuarto oscuro

que cuando éramos chicos nos llamaba con su mística, pero que de grandes descubrimos

que era una de nuestras aulas de primaria acomodada un poquito. Buen paralelo a lo

que pasa con el significado de las elecciones, de su gran mística y narrativa a la

pregunta de su sentido, y, de rebote, del sentido de la democracia.


Demos = pueblo, Cracia = gobierno. Gobierno del pueblo. Definición básica, cortita. Que nos

lleva a los griegos y sus polis. Definición que no empieza ni a agotar todas las preguntas que

despliega a su vez. ¿Qué es el pueblo? ¿Qué es el gobierno? ¿Quién es el pueblo? ¿Cómo es

el gobierno? Llevado a la práctica, ¿Que representa? ¿Es un mecanismo de decisión que le da

voz a una mayoría? ¿O es mucho más?

Existen distintas corrientes dentro de la filosofía política. Todas tratan de definir cómo hacer

para que podamos vivir juntos, cómo podemos (o sí podemos) definir justicia, bien. Todas

enfatizan en algun elemento político distinto. Pero, al fin y al cabo, todas admiten el valor

positivo de la democracia. Ciertamente, no concordando en su definición, pero sí

otorgándole un valor positivo al concepto, que nos remite a una legitimidad aceptada

por todos como ciudadanos.


¿Por qué? Porque al fin y al cabo somos personas. Vivimos juntos. En comunidad. En

sociedad. Compartimos ciudad, pueblo, territorio, espacio. Tenemos que ponernos de

acuerdo. Y a lo largo de la historia el método al que arribamos como mejor, como más válido,

es aquel que nos pone cada tanto en fila detrás de una urna. Aquel que, por mayoría, implica

decidir en conjunto. ¿La mayoría es ideal? No siempre. ¿Llega siempre a las decisiones más

correctas? Afirmarlo sería ignorar eventos de la historia en los que mayorías enormes

avalaron actos y decisiones que no pueden más que repudiarse.

Pero, sin embargo, rescato a Habermas cuando nos asegura que el valor de la democracia

reside en el hecho de que minimamente la decisión es fruto de un proceso en el que

muchas personas debieron debatir. Poner en común ideas. Acercarse. Formar acuerdos.

Y que, entre todos estos procesos, algo de verdad asoma.

La democracia tiene potencial de rastreo de la verdad.


¿Se agota en las elecciones? Ni de cerca, estas la constituyen, junto con miles de elementos

más pero que por su espectacularidad toman la escena, se roban el protagonismo. Llevan al

centro de escena a instituciones que en realidad están siempre ahí. Tienen el poder de

despertar a una ciudadanía que en el día a día está un poco dormida.

Puede parecer idealista el creer que se va a debatir seriamente, o que los candidatos

aparecerán con propuestas reales, o que en el debate público se van a sostener argumentos

serios, que se va a salir de la chicana diaria. Pero en mi opinión, aunque sea, el valor de las

elecciones radica en el hecho de que como ciudadanos nos vemos imbuidos en un clima en el

que no nos queda otra que plantearnos cuestiones básicas. La más básica de todas siendo el

¿voy a votar?


El año electoral nos lleva por un camino de debate, primero interno, para nosotros mismos,

pero que después se va construyendo con los otros. Que se alimenta de conversaciones con el

taxista o el quiosquero, de asados eternos y sobremesas, de programas de televisión, de

opiniones cruzadas en recreos de trabajo, colegio, facultad, de charlas con amigos y no tan

amigos. En definitiva un camino por el cual se trasciende lo cotidiano y pasamos, como país,

a estar inmersos en un proceso de discernimiento y cuestionamiento. Probablemente no sea

el más serio, o no cumpla con los estándares ideales de argumentación seria, pero implica

llegar a esa arena común, a esa plaza pública que los griegos consideraban vital.


Los desafíos por mejorar la calidad del debate público van a continuar estando, no estoy

conformándome con las cosas como se dan ni negando las dificultades que enfrentamos hoy

ante los grandes cambios en la comunicación. El proceso dista de rozar lo ideal o lo deseable,

pero prefiero rescatar el valor que hoy reconozco en la democracia y el proceso electoral. Ese

ida y vuelta en el que algo de lo que piensa el otro queda dando vueltas, en el que algo de

escucha debe hacerse.


¿El acto del voto en sí? Es el corolario del proceso, la materialización en la que como

ciudadano tomo conciencia de lo que fuimos atravesando durante meses, para poder

decir: esto es lo que creo y quiero como mejor para mi país.


Escrito por: Paz Dillon





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