La Nueva Guerra Fría de Medio Oriente: La disputa por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán

 

Por Lucio Aya Tenorio

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Haciendo eco de la verdadera Guerra Fría, la relación entre el Reino de Arabia Saudita y la República Islámica de Irán se encuentra signada por la desconfianza y la disuasión mutua, así como la confrontación indirecta mediante “guerras proxy” en las que buscan, según el caso, la permanencia o la alteración del signo político, étnico, religioso e ideológico de determinados gobiernos para mantener o lograr la influencia sobre los Estados más débiles de la región. De esta manera, la vulnerabilidad de ciertos países, intensificada en el siglo XXI por guerras civiles, la injerencia extranjera y los sucesos de la Primavera Árabe, ha sido explotada tanto por Arabia Saudita como por Irán, cuyas intervenciones han agravado significativamente los conflictos sociopolíticos internos de países como Irak, Bahrein, Siria y Yemen, favoreciendo el fortalecimiento de organizaciones como Al Qaeda, Daesh y Hezbolláh ante el vacío de poder dejado por Estados incapaces (o demasiado capaces) de ejercer y legitimar su autoridad en la totalidad de sus territorios en un contexto social en el que las mismas poblaciones, por primera vez en la historia de la región, se han manifestado contra los regímenes opresores y vitalicios, reclamando mayores derechos. Arabia Saudita, como potencia conservadora del statu quo, intervino en diversos países de la región al considerar que la Primavera Árabe y el fin de los regímenes de Ben Alí en Túnez, de Mubarak en Egipto y de Gaddafi en Libia sentaban precedentes peligrosos para la estabilidad de sus aliados, en la medida que Irán buscaba aprovechar las circunstancias para perseguir su propia agenda. Aun así, muchos académicos y analistas sostienen que la política exterior tanto de Arabia Saudita como de sus aliados occidentales ha fracasado a la hora de detener o al menos limitar el expansionismo iraní.



Hasta 1979, las relaciones diplomáticas entre el Reino de Arabia Saudita y el Estado Imperial de Irán llegaron a un abrupto fin con la Revolución Islámica y el proceso de consolidación del régimen del Ayatolláh Jomeiní. El derrocamiento del sháh Pahleví y la instauración de una autocracia fundada sobre la interpretación chiita del islam implicó una profunda modificación en los vínculos intrarregionales y el equilibrio de poder en Oriente Medio, dando lugar a una carrera por el liderazgo regional entre el sunnismo conservador en su corriente wahabista de Arabia Saudita y el chiismo “revolucionario” Irán. También dio inicio a un período signado por los múltiples intentos de contrabalancear el peso y la creciente influencia de Irán por parte de los Estados del Golfo y sus aliados extrarregionales.

Una vez regresado del exilio y establecido en el poder, habiendo fundado la nueva República Islámica de Irán, el ayatolláh Jomeini convocó, sin éxito, a los chiitas iraquíes a levantarse contra el partido sunnita Baaz de Saddam Hussein. Fue así que, durante la guerra entre Irán e Irak, Arabia Saudita y sus aliados apoyarían financieramente al esfuerzo bélico de Hussein. En 1987, el ayatolláh Jomeini convocó a la destrucción de embajadas y al derrocamiento de la institución monárquica, representada por el rey Fahd, en Arabia Saudita tras la represión por parte de las fuerzas de seguridad a un grupo de manifestantes iraníes que habían peregrinado a la Meca. Estos enfrentamientos causaron la muerte de aproximadamente cuatrocientos iraníes.  Frente a esta coyuntura, Ryadh rompió relaciones diplomáticas con Irán en 1988 y prohibió el ingreso de peregrinos iraníes. Tras el fin de la guerra, sin un claro ganador, Irán había quedado sumamente debilitado económica y militarmente, pero el régimen había logrado consolidarse. En pos de enfocarse en su recuperación, y aprovechando la caída en desgracia de Irak con la Guerra del Golfo, Irán buscó atenuar las tensiones con Arabia Saudita. Esto fue recibido positivamente por el rey Fahd, quien permitió nuevamente la peregrinación de iraníes a la Meca. La voluntad de mejorar las relaciones tomó impulso tras la elección del moderado Mohammad Jatami como presidente de Irán, quien visitó Ryadh en 1999.

En 2003, la invasión de Estados Unidos a Irak y la caída definitiva de Saddam Hussein modificó en gran medida la estabilidad y el equilibrio de poder regional. La prohibición del Partido Baaz, principal representante de la población sunnita, permitió el ascenso de grupos chiitas pro-iraníes al poder, a la vez impulsado por el desprestigio y repudio internacional al accionar en Medio Oriente de los Estados Unidos de América. Este suceso ha sido interpretado como un punto de inflexión en la historia de Medio Oriente al significar un revés en el proceso de consolidación y fortalecimiento estatal en la región que había comenzado en la década de 1970, convirtiendo a Irak en otro campo de batalla en la disputa política en cuestión y dejándolo vulnerable a la penetración iraní, e incrementando la fuerza del sectarismo y la intransigencia en la política regional. En este contexto, Arabia Saudita exageró la amenaza iraní para personificar el papel de salvador del sunnismo y el mundo árabe del terror persa chiita, mientras que la instrumentalización de la agenda de seguridad y del sectarismo por parte de Irán evidentemente ha respondido a su búsqueda de liderazgo regional y de sus intereses geopolíticos esenciales, habiendo sido calificado por Occidente como un Estado “canalla” sumamente revisionista, errático y peligroso para la seguridad internacional. A las consideraciones de seguridad iraníes habría contribuido el pensamiento de que Irán, antes el Imperio Persa, se constituyó como un “Estado natural”, con fronteras históricas, en contraste con el resto de Medio Oriente, artificial y erróneamente delimitado por potencias occidentales como el Reino Unido y Francia mediante acuerdos discrecionales entre ellas (Sykes-Picot y la “línea roja”) y con figuras y dinastías previamente seleccionadas para gobernar, preservando sus propios intereses, en los restos del extinto Imperio Otomano. Esta retórica sería reiterada también por Saddam Hussein (en su persistente reclamo por la soberanía iraquí sobre Kuwait) y por el Daesh (al buscar restablecer el Califato y autoproclamando el Estado Islámico).

Tras años de fallido state-building, el comienzo de la guerra civil iraquí en 2006 volvió a Irak permeable a la influencia de Irán, liderado por Mahmud Ahmadineyad, y lo convirtió en un campo fértil para el asentamiento de organizaciones terroristas en Irak, siendo el más destacable Al Qaeda en Irak (y el futuro surgimiento del Daesh a partir de sus cenizas). Así, Irak se convirtió en el primer campo de batalla en el que se disputaba tanto la hegemonía como la seguridad regional. Arabia Saudita y sus aliados del Golfo priorizaron el apoyo a las minorías sunnitas en Irak para que sus autoridades pusieran fin a la penetración política, económica y militar de Irán. Al mismo tiempo, Arabia Saudita comenzó a temer la expansión del sectarismo chiita proiraní en países como Bahréin, Siria y el Líbano. De aquí en adelante, la debilidad de los Estados de la región los volvería presa fácil de rebeliones internas y de la influencia saudí o iraní, según el caso. En 2007, el rey Abdullah se reunió con el presidente Ahmadinejad con la intención de aliviar las tensiones entre ambos países. Sin embargo, al año siguiente, recomendó a Washington lanzar un ataque militar contra Irán.

A comienzos de 2011 y durante la incendiaria propagación de las manifestaciones sociales a través de la región en el contexto de la Primavera Árabe, Arabia Saudita intervino en Bahréin para apoyar militarmente al gobierno bahreiní y reprimir las protestas de la población chiita, acusando a Irán de haberlas fomentado. Más tarde, cuando la población siria se manifestó contra el régimen de Bashar Háfez al-Ássad, Arabia Saudita y sus aliados occidentales apoyaron a los manifestantes y los rebeldes en combate, oponiéndose a la permanencia en el poder de Al-Ássad y sus inhumanas tácticas de represión. Irán, por su parte, se ha configurado, junto a la organización político-militar libanesa chiita del Hezbolláh, como su principal apoyo en Medio Oriente, aprovechando las circunstancias para enfrentarse indirectamente a Estados Unidos y Arabia Saudita. Tanto Irán como la Federación de Rusia sostienen financiera y militarmente al gobierno sirio, por lo que la guerra civil en Siria constituye un conflicto intraestatal sumamente complejo en el que los intereses contrapuestos de las potencias regionales y globales dificultan su resolución en el corto plazo.

En 2015, al realizar el grupo insurgente de chiitas hutíes, autoproclamados “partidarios de Dios”, un golpe de Estado en Sanaá para tomar el poder en Yemen, el presidente Abdulrabbuh Mansur al-Hadi dimitió y huyó hacia la ciudad de Adén, desde donde retiró su renuncia y se proclamó presidente legítimo de Yemen. Al-Hadi recibió el apoyo de la comunidad internacional y de Arabia Saudita, la cual intervino militarmente junto a una coalición regional para derrocar a los hutíes y restablecer a Al-Hadi, instalado temporalmente en Ryadh, en el poder. Esto inauguraría una extensa e intrincada guerra por el control del territorio yemení entre la coalición liderada por Arabia Saudita y los chiitas hutíes, apoyados por Irán. Al mismo tiempo que se desplegaban las fuerzas sauditas en Yemen, la muerte de cientos de peregrinos iraníes que se dirigían a La Meca, tal como lo ocurrido en 1987, empeoró las ya tensas relaciones entre Irán y Arabia Saudita. Tan solo unos meses después, en enero de 2016, Arabia Saudita condenó y ejecutó al renombrado clérigo chiita opositor, Nimr Baqer al-Nimr, junto a decenas de personas más, todas ellas acusadas de colaborar con organizaciones terroristas.  Nuevamente, la embajada en Teherán fue atacada y Arabia Saudita decidió la ruptura de relaciones diplomáticas con Irán. Por su parte, los grupos de presión chiitas en Irak intentaron en vano presionar al gobierno para romper relaciones diplomáticas con Arabia Saudita, las cuales habían sido recuperadas tan sólo unos meses atrás luego de 25 años.

En estas circunstancias, el Hezbolláh, cuyo líder Hasan Nasrallah condenó el accionar de Arabia Saudita y lo acusó de promover una guerra entre el sunnismo y el chiismo, fue clasificado como una organización terrorista y enemigo de los Estados del Golfo por su vínculo con Irán. Sumándose a esta declaración, Saad Hariri, primer ministro sunnita electo del Líbano cuyos fuertes lazos con Arabia Saudita han sido duramente criticados, acusó al Hezbolláh e Irán de controlar y sembrar el caos en el Líbano. A fines de 2017, se refugió en Ryadh por temor a un complot orquestado por el Hezbolláh para asesinarlo; desde allí, Hariri dimitiría. No obstante, la crisis política que desató su renuncia en el Líbano lo llevó a regresar a Beirut, reivindicar su cargo de primer ministro y anunciar que el Líbano se distanciaría de los conflictos en Yemen, Siria e Irak, fortaleciendo a su vez el vínculo con Arabia Saudita y sus aliados del Golfo.


En 2017, tres situaciones sacudieron aún más la dinámica regional enmarcada en el conflicto saudí-iraní, el cual había llegado a un punto de máxima tensión. En primer lugar, el emirato de Qatar fue acusado de apoyar y financiar al terrorismo internacional y de vincularse con Irán en pleno conflicto en Yemen, visto como una traición por parte de Yemen, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Bahréin, los cuales, junto a Egipto, anunciaron la ruptura de relaciones diplomáticas y la imposición de un bloqueo en junio de 2017; Irán vio la situación como una oportunidad para acentuar su asistencia a Qatar y estrechar el vínculo, incrementando las sospechas de Arabia Saudita. Cuatro meses más tarde, cuando el flamante presidente estadounidense Donald Trump optó por retirar el apoyo y no certificar el acuerdo de 2015 entre Irán, Estados Unidos, China, Rusia, el Reino Unido, Alemania y Francia que habilitaba el desarrollo de un programa nuclear iraní, Arabia Saudita apoyó públicamente esta decisión. Por último, al dispararse desde Yemen un misil con dirección a Ryadh, interceptado por los sistemas de defensa saudíes, Arabia Saudita adjudicó esta “agresión directa” a Irán debido a su apoyo a los hutíes responsables. Este no sería el único incidente de este estilo, ya que durante este período se producirían múltiples ataques de drones y misiles adjudicados a los hutíes hacia las instalaciones petrolíferas saudíes.

Entre 2017 y 2021, las relaciones entre Ryadh y Teherán se mantuvieron hostiles y bajo la continuidad del enfrentamiento indirecto a través de los conflictos proxy en Yemen, Irak y Siria, en la medida que seguían creciendo las tensiones sectarias entre chiitas y sunitas y la competencia por la influencia regional, dando forma a las relaciones intrarregionales más allá del involucramiento y el alineamiento relativo de cada país en esta calurosa guerra fría. Ante estas circunstancias, países como Omán e Irak intentaron posicionarse, sin demasiado éxito, como intermediarios para facilitar la comunicación y el diálogo entre ambos países y así reducir las hostilidades. Llamativamente o no, el fenómeno que lograría contribuir a cierta distensión fue la pandemia del Covid-19. No obstante, la cooperación a la hora de combatir la propagación del virus y aminorar sus consecuencias fue mínima, y el intercambio de información relevante fue muy limitado entre 2020 y 2022.

En los últimos años, el incremento en los flujos comerciales y las aproximaciones diplomáticas al restablecimiento y la normalización de relaciones entre Irán y los países del Golfo han llamado la atención de analistas y académicos no sólo por la significancia misma de este acercamiento sino por el rol que ha ejercido China como parte de su estrategia en Medio Oriente. Resulta imprescindible continuar observando atentamente y analizando la evolución de la diplomacia en el Golfo y el impacto de la política exterior China en Medio Oriente en un contexto de impasse en las relaciones con Estados Unidos y occidente, considerando inclusive la posibilidad de un cambio radical en el alineamiento internacional de los países clásicamente pro-occidentales.

En marzo de 2023, Arabia Saudita e Irán anunciaron que habían llegado a un acuerdo gracias a la mediación de China para retomar las relaciones diplomáticas siete años después de la ruptura. En junio, decidieron preparar la reapertura de embajadas y consulados, así como la reanudación de acuerdos suspendidos. En una serie de reuniones y conferencias, se hicieron múltiples promesas y declaraciones de intenciones. Por ejemplo, el ministro de relaciones exteriores saudí Faisal bin Farham remarcó la necesidad de fomentar la cooperación en materia de seguridad regional para asegurar la navegación de las rutas marítimas (haciendo referencia a la importancia estratégica del Golfo Pérsico) y que Medio Oriente continúe siendo una zona libre de armas de destrucción masiva respetando el principio de no interferencia en los asuntos internos de los países de la región. Asimismo, declaró que este acercamiento tendría un impacto positivo tanto a nivel regional como internacional.

De izquierda a derecha: El ministro de Estado de Arabia Saudita Musaad al-Aiban; el ministro de Relaciones Exteriores de China, Wang Yi; y el Secretario del Consejo de Seguridad de Irán, Ali Shamkhani celebrando una conferencia en Beijing en marzo de 2023.

Más recientemente, en agosto de 2023, se ha anunciado la ampliación del BRICS, una coalición internacional que actúa como un foro con fines de diálogo y cooperación principalmente económica y política con el objetivo de contrarrestar la influencia del G7. Recordando que su surgimiento a comienzos del siglo XXI contemplaba a Estados con “economías emergentes” y en desarrollo (originalmente a la República Federativa de Brasil, la Federación de Rusia, la República de India, la República Popular China y la República de Sudáfrica), a partir de enero de 2024, este BRICS ampliado incluirá al Reino de Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, la República Árabe de Egipto, la República Democrática Federal de Etiopía y la República Argentina. El BRICS ha sido duramente criticado por su carácter peculiar en la política internacional, sus crecientes divisiones internas, la ausencia de logros concretos y su razón de ser en la actualidad (difícilmente la segunda economía mundial puede ser considerada como “emergente”). Por estos motivos ha resultado llamativo tanto este intento de revival como la selección de los nuevos integrantes (fundamentalmente, la inclusión simultánea de Arabia Saudita e Irán). Resulta imprescindible mencionar este suceso en el marco de este acercamiento entre Irán y Arabia Saudita auspiciado por China, así como sus posibles consecuencias para la región y el futuro de esta relación. Si bien se tratan, indudablemente, de hechos de suma relevancia coyuntural e internacional y un gran paso de parte de todos los actores involucrados, al considerar el recorrido histórico aquí planteado, lo más prudente sería observar su evolución y sus consecuencias en la región a mediano y largo plazo, así como en las relaciones entre Estados Unidos, la Federación de Rusia y la República Popular China.

De todas formas, hacia fines de 2023 y comienzos de 2024, el recrudecimiento de las tensiones regionales en Oriente Medio en el marco del enfrentamiento entre el Estado de Israel y Hamás han puesto a prueba tanto la mediación china entre Ryadh y Teherán como el acercamiento entre las monarquías del Golfo Pérsico y Tel Aviv. Considerando la presión doméstica y regional que continúa reclamando el apoyo a la causa palestina, la creciente intervención militar directa de Irán en el conflicto (más allá de su accionar a través del Hezbolláh) ha puesto en jaque a la gradual y pragmática estrategia del gobierno saudí. Siguiendo el ejemplo de Jordania, ¿acaso aprovechará las circunstancias para confrontar a su rival regional de una vez por todas, aunque aquello signifique apoyar abiertamente a Israel? De lo contrario, ¿hasta cuándo puede Ryadh mantener una política exterior cauta en el marco de una escalada sin precedentes del conflicto en Medio Oriente? 


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