La Nueva Guerra Fría de Medio Oriente: La disputa por la hegemonía regional entre Arabia Saudita e Irán
Por Lucio Aya Tenorio
Instagram: Lucio_Aya
Hasta 1979, las relaciones diplomáticas entre el Reino de Arabia Saudita y el Estado Imperial de Irán llegaron a un abrupto fin con la Revolución Islámica y el proceso de consolidación del régimen del Ayatolláh Jomeiní. El derrocamiento del sháh Pahleví y la instauración de una autocracia fundada sobre la interpretación chiita del islam implicó una profunda modificación en los vínculos intrarregionales y el equilibrio de poder en Oriente Medio, dando lugar a una carrera por el liderazgo regional entre el sunnismo conservador en su corriente wahabista de Arabia Saudita y el chiismo “revolucionario” Irán. También dio inicio a un período signado por los múltiples intentos de contrabalancear el peso y la creciente influencia de Irán por parte de los Estados del Golfo y sus aliados extrarregionales.
Una vez
regresado del exilio y establecido en el poder, habiendo fundado la nueva
República Islámica de Irán, el ayatolláh Jomeini convocó, sin éxito, a los
chiitas iraquíes a levantarse contra el partido sunnita Baaz de Saddam Hussein.
Fue así que, durante la guerra entre Irán e Irak, Arabia Saudita y sus aliados
apoyarían financieramente al esfuerzo bélico de Hussein. En 1987, el ayatolláh
Jomeini convocó a la destrucción de embajadas y al derrocamiento de la institución
monárquica, representada por el rey Fahd, en Arabia Saudita tras la represión
por parte de las fuerzas de seguridad a un grupo de manifestantes iraníes que
habían peregrinado a la Meca. Estos enfrentamientos causaron la muerte de
aproximadamente cuatrocientos iraníes.
Frente a esta coyuntura, Ryadh rompió relaciones diplomáticas con Irán
en 1988 y prohibió el ingreso de peregrinos iraníes. Tras el fin de la guerra,
sin un claro ganador, Irán había quedado sumamente debilitado económica y
militarmente, pero el régimen había logrado consolidarse. En pos de enfocarse
en su recuperación, y aprovechando la caída en desgracia de Irak con la Guerra
del Golfo, Irán buscó atenuar las tensiones con Arabia Saudita. Esto fue
recibido positivamente por el rey Fahd, quien permitió nuevamente la
peregrinación de iraníes a la Meca. La voluntad de mejorar las relaciones tomó
impulso tras la elección del moderado Mohammad Jatami como presidente de Irán,
quien visitó Ryadh en 1999.
En 2003, la
invasión de Estados Unidos a Irak y la caída definitiva de Saddam Hussein
modificó en gran medida la estabilidad y el equilibrio de poder regional. La prohibición
del Partido Baaz, principal representante de la población sunnita, permitió el
ascenso de grupos chiitas pro-iraníes al poder, a la vez impulsado por el
desprestigio y repudio internacional al accionar en Medio Oriente de los
Estados Unidos de América. Este suceso ha sido interpretado como un punto de
inflexión en la historia de Medio Oriente al significar un revés en el proceso
de consolidación y fortalecimiento estatal en la región que había comenzado en
la década de 1970, convirtiendo a Irak en otro campo de batalla en la disputa
política en cuestión y dejándolo vulnerable a la penetración iraní, e
incrementando la fuerza del sectarismo y la intransigencia en la política
regional. En este contexto, Arabia Saudita exageró la amenaza iraní para
personificar el papel de salvador del sunnismo y el mundo árabe del terror
persa chiita, mientras que la instrumentalización de la agenda de seguridad y
del sectarismo por parte de Irán evidentemente ha respondido a su búsqueda de
liderazgo regional y de sus intereses geopolíticos esenciales, habiendo sido
calificado por Occidente como un Estado “canalla” sumamente revisionista,
errático y peligroso para la seguridad internacional. A las consideraciones de
seguridad iraníes habría contribuido el pensamiento de que Irán, antes el
Imperio Persa, se constituyó como un “Estado natural”, con fronteras
históricas, en contraste con el resto de Medio Oriente, artificial y
erróneamente delimitado por potencias occidentales como el Reino Unido y
Francia mediante acuerdos discrecionales entre ellas (Sykes-Picot y la “línea
roja”) y con figuras y dinastías previamente seleccionadas para gobernar,
preservando sus propios intereses, en los restos del extinto Imperio Otomano.
Esta retórica sería reiterada también por Saddam Hussein (en su persistente
reclamo por la soberanía iraquí sobre Kuwait) y por el Daesh (al buscar
restablecer el Califato y autoproclamando el Estado Islámico).
Tras años de
fallido state-building, el comienzo
de la guerra civil iraquí en 2006 volvió a Irak permeable a la influencia de
Irán, liderado por Mahmud Ahmadineyad, y lo convirtió en un campo fértil para el
asentamiento de organizaciones terroristas en Irak, siendo el más destacable Al
Qaeda en Irak (y el futuro surgimiento del Daesh a partir de sus cenizas). Así,
Irak se convirtió en el primer campo de batalla en el que se disputaba tanto la
hegemonía como la seguridad regional. Arabia Saudita y sus aliados del Golfo
priorizaron el apoyo a las minorías sunnitas en Irak para que sus autoridades
pusieran fin a la penetración política, económica y militar de Irán. Al mismo
tiempo, Arabia Saudita comenzó a temer la expansión del sectarismo chiita
proiraní en países como Bahréin, Siria y el Líbano. De aquí en adelante, la
debilidad de los Estados de la región los volvería presa fácil de rebeliones
internas y de la influencia saudí o iraní, según el caso. En 2007, el rey
Abdullah se reunió con el presidente Ahmadinejad con la intención de aliviar
las tensiones entre ambos países. Sin embargo, al año siguiente, recomendó a
Washington lanzar un ataque militar contra Irán.
A comienzos de
2011 y durante la incendiaria propagación de las manifestaciones sociales a
través de la región en el contexto de la Primavera Árabe, Arabia Saudita
intervino en Bahréin para apoyar militarmente al gobierno bahreiní y reprimir las
protestas de la población chiita, acusando a Irán de haberlas fomentado. Más
tarde, cuando la población siria se manifestó contra el régimen de Bashar Háfez
al-Ássad, Arabia Saudita y sus aliados occidentales apoyaron a los
manifestantes y los rebeldes en combate, oponiéndose a la permanencia en el
poder de Al-Ássad y sus inhumanas tácticas de represión. Irán, por su parte, se
ha configurado, junto a la organización político-militar libanesa chiita del
Hezbolláh, como su principal apoyo en Medio Oriente, aprovechando las circunstancias
para enfrentarse indirectamente a Estados Unidos y Arabia Saudita. Tanto Irán
como la Federación de Rusia sostienen financiera y militarmente al gobierno
sirio, por lo que la guerra civil en Siria constituye un conflicto intraestatal
sumamente complejo en el que los intereses contrapuestos de las potencias
regionales y globales dificultan su resolución en el corto plazo.
En 2015, al
realizar el grupo insurgente de chiitas hutíes, autoproclamados “partidarios de
Dios”, un golpe de Estado en Sanaá para tomar el poder en Yemen, el presidente
Abdulrabbuh Mansur al-Hadi dimitió y huyó hacia la ciudad de Adén, desde donde
retiró su renuncia y se proclamó presidente legítimo de Yemen. Al-Hadi recibió
el apoyo de la comunidad internacional y de Arabia Saudita, la cual intervino
militarmente junto a una coalición regional para derrocar a los hutíes y
restablecer a Al-Hadi, instalado temporalmente en Ryadh, en el poder. Esto
inauguraría una extensa e intrincada guerra por el control del territorio
yemení entre la coalición liderada por Arabia Saudita y los chiitas hutíes,
apoyados por Irán. Al mismo tiempo que se desplegaban las fuerzas sauditas en
Yemen, la muerte de cientos de peregrinos iraníes que se dirigían a La Meca,
tal como lo ocurrido en 1987, empeoró las ya tensas relaciones entre Irán y
Arabia Saudita. Tan solo unos meses después, en enero de 2016, Arabia Saudita
condenó y ejecutó al renombrado clérigo chiita opositor, Nimr Baqer al-Nimr,
junto a decenas de personas más, todas ellas acusadas de colaborar con
organizaciones terroristas. Nuevamente,
la embajada en Teherán fue atacada y Arabia Saudita decidió la ruptura de
relaciones diplomáticas con Irán. Por su parte, los grupos de presión chiitas
en Irak intentaron en vano presionar al gobierno para romper relaciones
diplomáticas con Arabia Saudita, las cuales habían sido recuperadas tan sólo
unos meses atrás luego de 25 años.
En estas
circunstancias, el Hezbolláh, cuyo líder Hasan Nasrallah condenó el accionar de
Arabia Saudita y lo acusó de promover una guerra entre el sunnismo y el
chiismo, fue clasificado como una organización terrorista y enemigo de los
Estados del Golfo por su vínculo con Irán. Sumándose a esta declaración, Saad
Hariri, primer ministro sunnita electo del Líbano cuyos fuertes lazos con
Arabia Saudita han sido duramente criticados, acusó al Hezbolláh e Irán de
controlar y sembrar el caos en el Líbano. A fines de 2017, se refugió en Ryadh
por temor a un complot orquestado por el Hezbolláh para asesinarlo; desde allí,
Hariri dimitiría. No obstante, la crisis política que desató su renuncia en el
Líbano lo llevó a regresar a Beirut, reivindicar su cargo de primer ministro y
anunciar que el Líbano se distanciaría de los conflictos en Yemen, Siria e
Irak, fortaleciendo a su vez el vínculo con Arabia Saudita y sus aliados del
Golfo.
En 2017, tres
situaciones sacudieron aún más la dinámica regional enmarcada en el conflicto
saudí-iraní, el cual había llegado a un punto de máxima tensión. En primer
lugar, el emirato de Qatar fue acusado de apoyar y financiar al terrorismo
internacional y de vincularse con Irán en pleno conflicto en Yemen, visto como
una traición por parte de Yemen, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y
Bahréin, los cuales, junto a Egipto, anunciaron la ruptura de relaciones
diplomáticas y la imposición de un bloqueo en junio de 2017; Irán vio la
situación como una oportunidad para acentuar su asistencia a Qatar y estrechar
el vínculo, incrementando las sospechas de Arabia Saudita. Cuatro meses más
tarde, cuando el flamante presidente estadounidense Donald Trump optó por
retirar el apoyo y no certificar el acuerdo de 2015 entre Irán, Estados Unidos,
China, Rusia, el Reino Unido, Alemania y Francia que habilitaba el desarrollo
de un programa nuclear iraní, Arabia Saudita apoyó públicamente esta decisión.
Por último, al dispararse desde Yemen un misil con dirección a Ryadh,
interceptado por los sistemas de defensa saudíes, Arabia Saudita adjudicó esta
“agresión directa” a Irán debido a su apoyo a los hutíes responsables. Este no
sería el único incidente de este estilo, ya que durante este período se
producirían múltiples ataques de drones y misiles adjudicados a los hutíes
hacia las instalaciones petrolíferas saudíes.
Entre 2017 y
2021, las relaciones entre Ryadh y Teherán se mantuvieron hostiles y bajo la
continuidad del enfrentamiento indirecto a través de los conflictos proxy en
Yemen, Irak y Siria, en la medida que seguían creciendo las tensiones sectarias
entre chiitas y sunitas y la competencia por la influencia regional, dando
forma a las relaciones intrarregionales más allá del involucramiento y el
alineamiento relativo de cada país en esta calurosa guerra fría. Ante estas
circunstancias, países como Omán e Irak intentaron posicionarse, sin demasiado
éxito, como intermediarios para facilitar la comunicación y el diálogo entre
ambos países y así reducir las hostilidades. Llamativamente o no, el fenómeno
que lograría contribuir a cierta distensión fue la pandemia del Covid-19. No
obstante, la cooperación a la hora de combatir la propagación del virus y
aminorar sus consecuencias fue mínima, y el intercambio de información
relevante fue muy limitado entre 2020 y 2022.
En los últimos
años, el incremento en los flujos comerciales y las aproximaciones diplomáticas
al restablecimiento y la normalización de relaciones entre Irán y los países
del Golfo han llamado la atención de analistas y académicos no sólo por la
significancia misma de este acercamiento sino por el rol que ha ejercido China
como parte de su estrategia en Medio Oriente. Resulta imprescindible continuar
observando atentamente y analizando la evolución de la diplomacia en el Golfo y
el impacto de la política exterior China en Medio Oriente en un contexto de
impasse en las relaciones con Estados Unidos y occidente, considerando
inclusive la posibilidad de un cambio radical en el alineamiento internacional
de los países clásicamente pro-occidentales.
En marzo de 2023, Arabia Saudita e Irán anunciaron que habían llegado a un acuerdo gracias a la mediación de China para retomar las relaciones diplomáticas siete años después de la ruptura. En junio, decidieron preparar la reapertura de embajadas y consulados, así como la reanudación de acuerdos suspendidos. En una serie de reuniones y conferencias, se hicieron múltiples promesas y declaraciones de intenciones. Por ejemplo, el ministro de relaciones exteriores saudí Faisal bin Farham remarcó la necesidad de fomentar la cooperación en materia de seguridad regional para asegurar la navegación de las rutas marítimas (haciendo referencia a la importancia estratégica del Golfo Pérsico) y que Medio Oriente continúe siendo una zona libre de armas de destrucción masiva respetando el principio de no interferencia en los asuntos internos de los países de la región. Asimismo, declaró que este acercamiento tendría un impacto positivo tanto a nivel regional como internacional.
De izquierda a
derecha: El ministro de Estado de Arabia Saudita Musaad al-Aiban;
el ministro de Relaciones Exteriores de China, Wang Yi; y el Secretario del
Consejo de Seguridad de Irán, Ali Shamkhani celebrando una conferencia en
Beijing en marzo de 2023.
Más recientemente, en agosto de 2023, se ha
anunciado la ampliación del BRICS, una coalición internacional que actúa como
un foro con fines de diálogo y cooperación principalmente económica y política
con el objetivo de contrarrestar la influencia del G7. Recordando que su
surgimiento a comienzos del siglo XXI contemplaba a Estados con “economías
emergentes” y en desarrollo (originalmente a la República Federativa de Brasil,
la Federación de Rusia, la República de India, la República Popular China y la República
de Sudáfrica), a partir de enero de 2024, este BRICS ampliado incluirá al Reino
de Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos, la República Árabe de Egipto, la
República Democrática Federal de Etiopía y la República Argentina. El BRICS ha
sido duramente criticado por su carácter peculiar en la política internacional,
sus crecientes divisiones internas, la ausencia de logros concretos y su razón
de ser en la actualidad (difícilmente la segunda economía mundial puede ser
considerada como “emergente”). Por estos motivos ha resultado llamativo tanto
este intento de revival como la
selección de los nuevos integrantes (fundamentalmente, la inclusión simultánea
de Arabia Saudita e Irán). Resulta imprescindible mencionar este suceso en el
marco de este acercamiento entre Irán y Arabia Saudita auspiciado por China,
así como sus posibles consecuencias para la región y el futuro de esta
relación. Si bien se tratan, indudablemente, de hechos de suma relevancia
coyuntural e internacional y un gran paso de parte de todos los actores
involucrados, al considerar el recorrido histórico aquí planteado, lo más
prudente sería observar su evolución y sus consecuencias en la región a mediano
y largo plazo, así como en las relaciones entre Estados Unidos, la Federación
de Rusia y la República Popular China.
De todas formas, hacia fines de 2023 y comienzos
de 2024, el recrudecimiento de las tensiones regionales en Oriente Medio en el
marco del enfrentamiento entre el Estado de Israel y Hamás han puesto a prueba
tanto la mediación china entre Ryadh y Teherán como el acercamiento entre las
monarquías del Golfo Pérsico y Tel Aviv. Considerando la presión doméstica y
regional que continúa reclamando el apoyo a la causa palestina, la creciente
intervención militar directa de Irán en el conflicto (más allá de su accionar a
través del Hezbolláh) ha puesto en jaque a la gradual y pragmática estrategia
del gobierno saudí. Siguiendo el ejemplo de Jordania, ¿acaso aprovechará las
circunstancias para confrontar a su rival regional de una vez por todas, aunque
aquello signifique apoyar abiertamente a Israel? De lo contrario, ¿hasta cuándo
puede Ryadh mantener una política exterior cauta en el marco de una escalada
sin precedentes del conflicto en Medio Oriente?
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