Desde la pandemia de COVID-19, vivimos en una especie de recesión
extendida, intermitente y transformada. No se trata de una línea recta hacia
abajo, pero sí de un escenario global marcado por inestabilidad económica,
inflación persistente y transformaciones profundas en el empleo, el consumo y
la producción. En este contexto incierto, los discursos que apelan al
proteccionismo económico y al conservadurismo cultural vuelven a ganar
protagonismo.
El proteccionismo y el conservadurismo: estilo e industria
Aunque pertenecen a esferas distintas, el proteccionismo y el
conservadurismo comparten una lógica común: la defensa frente a lo
externo.
El proteccionismo busca preservar la industria nacional mediante
barreras al comercio exterior. El conservadurismo, por su parte, protege
valores, tradiciones e instituciones frente a los cambios vertiginosos que
impone el mundo globalizado.
Ambos responden a un temor compartido: la pérdida de identidad, autonomía
o estabilidad frente al avance de lo desconocido. En este marco, el recato se
convierte en una actitud cultural que, desde lo simbólico, evita la exposición
a lo nuevo y resguarda lo familiar. Esta tríada -proteccionismo,
conservadurismo y recato– configura una visión del mundo que prioriza lo propio
y lo previsible por encima de lo abierto, lo disruptivo o lo extranjero.
No es casual que estos discursos resurjan en contextos de crisis o
globalización acelerada, cuando los consensos se fragmentan y los márgenes de
incertidumbre se expanden. El proteccionismo protege el trabajo; el
conservadurismo y el recato, las costumbres, los hábitos y los imaginarios
colectivos. En conjunto, revelan cómo economía, cultura y valores se entrelazan
profundamente en la construcción de opinión pública.
Moldería y medidas
El regreso de Donald Trump a la presidencia de EE.UU. reactivó viejos
fantasmas: nacionalismo económico, barreras comerciales y rivalidad
geopolítica. Anunció un aumento arancelario del 10% para productos de 185
países y del 104% para China. La respuesta fue inmediata: caída en los
mercados, tensiones diplomáticas y advertencias sobre una posible guerra
comercial.
Una semana después, pausó parcialmente los aranceles por 90 días para la
mayoría de los países, pero redobló la presión sobre China: 125%. En paralelo,
firmó órdenes ejecutivas para facilitar exportaciones de armas y bloquear
regulaciones climáticas. En este escenario, el conservadurismo industrial
se impone: se prioriza la producción local, se endurecen las fronteras y se
agita el fantasma de un mundo desglobalizado.
La industria textil, históricamente sensible a estos vaivenes, ya
advierte sobre el encarecimiento de insumos, la fragmentación de las cadenas de
valor y la dificultad de proyectar costos. El comercio internacional se enfría,
y con él, el ideal de una globalización abierta y liberal.
Cuando la economía baja, los ruedos bajan
Pero no solo la industria habla. La moda también reacciona. Y lo hace
con ruedos cada vez más largos.
Según el Hemline Index—una teoría que asocia la longitud de las polleras
con la salud económica (cortas en bonanza, largas en crisis)—, los signos son
claros. En la pasarela de 2025, diseñadoras como Amy Lawrence presentaron
colecciones al ras del suelo, con vestidos etéreos, románticos y dramáticos.
Chanel, por su parte, reforzó su impronta clásica en la Semana de la Moda de
París, con capas, texturas brillantes y faldas largas acharoladas. Un gesto que
mezcla nostalgia, protección y una estética de resguardo.
Las decisiones económicas de Trump y la reacción de los mercados
anticipan un tiempo de barreras elevadas: comerciales, simbólicas y culturales.
Y, como ocurre cada vez que la economía tambalea, el vestuario acompaña. Bolsas
en baja. Polleras también. La historia se repite.
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