¿Crisis o transformación? El federalismo ante la austeridad nacional

Autor: Facundo Rubén Piñón

 La reducción del gasto público como nuevo clima federal.

  Desde el inicio de la gestión de Javier Milei, la prioridad del Gobierno ha sido la reducción del gasto público. Se trata de un discurso radicalmente distinto al de cualquier otra administración de este siglo, e incluso logró arraigarse en la opinión pública, según diversos sondeos. Según informes del Ministerio de Economía, esto incluyó una reducción cercana a un 80% en 2024 en la transferencia discrecional de fondos nacionales, y la disminución de casi un 20% de la base imponible coparticipable (como el impuesto a las ganancias), es decir, los impuestos que la Nación distribuye entre las provincias por ley.

  Ambos recursos son imprescindibles para el financiamiento de las provincias ya que en conjunto constituyen entre el 35% y el 75% del presupuesto de cada una, lo que demuestra  una situación de dependencia que no se observa en otros países federales. Esto implicó la paralización de obras, limitó los aumentos salariales y, en general, restringió la gestión pública provincial en su conjunto. 

Ni aliados ni opositores: transformaciones de un modelo histórico.

  Desde el 2024, este desafío generó repercusiones diversas entre los gobernadores, que oscilaron entre el alineamiento con las medidas de austeridad y expresiones de disconformidad. El mayor ejemplo de lo primero fue el acercamiento de posiciones reflejado en el Pacto de Mayo, en el que se fijaron lineamientos generales sobre la reducción del gasto público, el equilibrio fiscal, la necesidad de una reforma tributaria y la rediscusión de la coparticipación. Tras un año de parálisis en las transferencias de fondos, los apoyos provinciales empezaron a menguar y se acentuó la incertidumbre. Se observaron tanto reclamos unilaterales como expresiones coordinadas de descontento, como la reunión del Consejo Federal de Inversiones del pasado 3 de junio, en la que 18 gobernadores analizaron la merma en la coparticipación y reclamaron medidas concretas de alivio fiscal. 

  Ante la proximidad de las elecciones legislativas, el gobierno nacional incrementó un 40% las transferencias discrecionales en los tres primeros meses de 2025, buscando asegurar apoyos provinciales. 

  Estas estrategias, realineamientos y tensiones no responden solo a cuestiones ideológicas, sino al cálculo de beneficios fiscales y políticos. En gobiernos anteriores esta lógica se resumía en una especie de “trueque político-financiero”, en el que los gobernadores aseguraban respaldo a la agenda oficialista a través de sus representantes, a cambio de una mayor transferencia de fondos. Actualmente, este tradicional intercambio de apoyos se vuelve más volátil y el conflicto entre partes es más frecuente, dado que el Ejecutivo Nacional ha adoptado un modelo de relacionamiento basado en la disciplina fiscal, la polarización ideológica y el carácter prescindible de la cooperación, en



el cual no hay garantías de reciprocidad y los incentivos financieros son escasos. Con menor margen de acción, muchos gobernadores adoptan el rol de “aliados críticos” u “opositores dialoguistas”, un formato más inestable que los antiguos apoyos automáticos. Así, el escenario que se presenta es de atomización: cada gobernador mantiene una relación fluctuante con el Gobierno, porque, si bien la disconformidad es compartida, las estrategias difieren según el nivel de compatibilidad entre sus respectivos intereses.  

  Más allá del debate sobre si las políticas fiscales adoptadas por el Gobierno Nacional son acertadas o no, o si los reclamos de los gobiernos provinciales son justos o no, resulta clave preguntarnos: ¿Es sostenible un esquema de relación Nación-Provincias en el que las decisiones están condicionadas por la disputa fiscal y no por un proyecto de desarrollo compartido? ¿Qué margen real de autonomía tienen las provincias si dependen estructuralmente de fondos nacionales para sostener su funcionamiento? ¿Resignar autonomía a cambio de fondos es parte inherente de todo federalismo, o una distorsión propia del modelo argentino?


El federalismo como práctica, discurso y dependencia. 

  El federalismo argentino se construye sobre un equilibrio inestable entre práctica y discurso. Por un lado, las tensiones constantes en torno a la cuestión de la coparticipación y el uso discrecional de fondos no coparticipables son factores que, lejos de fortalecer las autonomías provinciales, generaron un federalismo vertical, marcado por el clientelismo fiscal, que limita el desarrollo de agendas propias. Se buscó modificar este sistema en la reforma constitucional de 1994, que incorporó la obligación de sancionar una ley convenio antes de 1996, basada en un acuerdo entre la Nación y las provincias y aprobada por todas las jurisdicciones (art. 75, inc. 2). Esta ley -nunca sancionada- debía reglamentar un sistema de coparticipación con criterios objetivos de reparto y promover la autonomía financiera de las provincias. Sin embargo, la falta de consenso terminó perpetuando en la práctica un sistema obsoleto e inconstitucional.

  Por otra parte, cada vez que se evoca al federalismo en el discurso público provincial, suele ser en alusión a las ideas de diversidad, autonomía y descentralización, desde una postura defensiva, pasiva y dependiente focalizada en exigir el cumplimiento de las obligaciones nacionales. Menos se enfatizan los aspectos del federalismo que tienen que ver con la autonomía activa: la capacidad y responsabilidad de cada provincia para promover su desarrollo económico y reducir su dependencia. Esta visión restringida no hace más que consolidar la problemática histórica de las disputas fiscales y la relación vertical. Así, la vulnerabilidad fiscal alimenta un círculo vicioso: a mayor dependencia, más exigencia de recursos, y menos autonomía.

Un punto de inflexión para un nuevo federalismo.

  Este contexto puede interpretarse como una oportunidad para repensar el federalismo argentino desde una perspectiva integral y moderna. Sin reformas estructurales, corremos el riesgo de seguir profundizando las tensiones y la fragmentación de un sistema federal que nunca terminó de institucionalizarse, cuyos rasgos de dependencia y discrecionalidad continúan alimentando asimetrías. 

  Lo deseable es avanzar hacia un federalismo horizontal, eficiente y sostenible, en el que la coparticipación siga siendo una herramienta de equidad, pero acompañada de un incremento progresivo de la capacidad de recaudación local.  Para ello, es fundamental saldar la deuda pendiente de la Constitución: la sanción de una ley de coparticipación basada en consensos institucionales y normas claras. Y junto con ello, dotar de un sistema de legalidad y previsibilidad a la distribución de fondos no automáticos, orientándolo a la promoción del desarrollo productivo, en especial de las provincias más relegadas.

  De cara a los próximos meses, tanto el rumbo de la economía nacional como el resultado de los comicios de este año serán decisivos. Lo que está en juego no es solo una puja coyuntural por recursos, sino la posibilidad –por primera vez en décadas– de abrir un nuevo capítulo en la historia del federalismo argentino. Uno que deje atrás la lógica del reparto condicionado y dé paso, finalmente, a un sistema de reglas, responsabilidades compartidas y verdadera equidad territorial.


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