Autor: Facundo Piñón
Este mes se cumplieron 209 años de la independencia de nuestro país. Aquel grito de soberanía se dio en un contexto crítico para las Provincias Unidas: una profunda crisis marcada por enfrentamientos políticos, una sociedad dividida y empobrecida y una economía dependiente y frágil. Un país fragmentado, condicionado tanto por intereses externos como por problemáticas internas. Los representantes reunidos en Tucumán mantenían fuertes antagonismos, pero aun así coincidían en su firme convicción patriótica y sentaron las bases de un proyecto de país.
Dos siglos han pasado. A pesar de que hubo múltiples y prolongados períodos de crisis, pocos fueron los momentos de nuestra historia en los que la unidad prevaleció sobre la diferencia. Este patrón sigue vigente; con matices, las problemáticas son siempre las mismas. Más allá de los debates económicos o sociales, la cuestión de fondo -y madre de todos los problemas- es la histórica renuencia de los argentinos a alcanzar consensos básicos. Hoy, la realidad nos demuestra, una vez más, que éste no es un problema que puede ser aplazado.
La fragmentación como costumbre nacional
Desde el comienzo, la política en Argentina se caracterizó por la división, específicamente por la polarización. Patriotas y realistas, unitarios y federales, porteños y confederados, conservadores y radicales, peronistas y antiperonistas, militares y movimientos democráticos, son solo algunos ejemplos de los antagonismos más representativos de la historia -sin considerar las divisiones al interior de cada grupo-. Algunas de estas discrepancias se dieron naturalmente, dado que devienen de intereses, visiones o valores contrapuestos propios de cualquier grupo. Sin embargo, nunca faltaron aquellos que, con demagogia, manipularon esta situación para favorecerse política y electoralmente.
Esta sucesión de enfrentamientos involucra no solo a gobiernos y oposiciones, sino a todo el arco de partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, grupos empresariales, clases sociales y, en definitiva, a todo el pueblo. La intolerancia, el agravio e incluso la censura se convirtieron, a menudo, en políticas de Estado. Tristemente, el éxito de la polarización siempre radicó en la adherencia -por lo general inconsciente- de una parte importante de la sociedad a los discursos en pugna. El problema surge cuando las alineaciones se vuelven ciegas y son deliberadamente promovidas desde la esfera política, que traduce discursivamente los acontecimientos y disputas para endurecer las fronteras internas de la sociedad.
De esta forma, las recurrentes crisis fueron utilizadas como combustible para generar o potenciar fracturas; en este juego, la regla principal es definir un culpable, ocultar la propia responsabilidad y disimular las contradicciones, a la vez que la postura frente a la crisis se define, claro está, por reacción y oposición. La idea de la construcción de mayorías populares sólidas que legitimen un proyecto de país común se ve desplazada por la conveniencia de conformar minorías duras, unidas más por su rechazo respecto al otro que por valores compartidos.
En consecuencia, la polarización se consolida como una dinámica que erosiona la democracia y tensiona la convivencia. Se podría afirmar que este fenómeno se está acentuando globalmente y, desgraciadamente, Argentina ostenta una triste ventaja. Especialmente en los últimos quince años, partidos radicalmente opuestos se han sucedido en el poder. Cada uno, cambió drásticamente el rumbo del país, adoptando medidas contrarias a las de su antecesor y adjudicándose la representación de un sector social, económico, cultural e ideológico adverso. Todos ellos adoptaron la polarización como discurso, estrategia electoral y eje de gestión. Así, la política racional y argumentada cede ante la dinámica polar y emocional. Toda interacción se vuelve hostil y el pueblo se reorganiza en un “nosotros” contra “ellos”.
Esta dinámica trae tres consecuencias principales: la dificultad para construir consensos sobre cuestiones clave, que fijen el rumbo del país y sirvan de base para solucionar los problemas vigentes; la pérdida de legitimidad de las instituciones republicanas, al ser vistas ya no como instrumento de representación sino como una herramienta al servicio de intereses ajenos; y de manera lenta pero constante, la socavación de la unidad nacional, sobre la cual se cimienta todo país y que le da sentido a su existencia. En Argentina se observan claramente. Transcurren las décadas y se continúa debatiendo ferozmente sobre cuestiones básicas que deberían haber sido definidas hace mucho tiempo. Las divergencias de pensamiento son inherentes al ser humano, por ende, a toda sociedad y nación. Pero cualquier país con perspectiva de futuro y en el que el bien común sea considerado prioridad tiene, de antemano, establecidas al menos las nociones básicas de convivencia y respeto, de lo legal y lo ilegal, de lo prudente o lo imprudente, de lo que funciona y de lo que está demostrado que no.
Pasaron recesiones, guerras, pandemias, el país sobrevivió a todas gracias a la voluntad y al esfuerzo inquebrantable de los argentinos. Sin embargo, continuamos cayendo obstinadamente siempre en la trampa de la fragmentación. Ante esto, debemos reflexionar: ¿Es correcto que desde el poder se promuevan discursos y estrategias que debiliten la unidad nacional? ¿Cuántas divisiones más puede soportar la sociedad? ¿Cómo afecta esto al futuro del país? ¿Existe una solución a este tipo de problemáticas?
La unidad: tarea inconclusa de la independencia
La historia nos demuestra que siempre hay soluciones y recetas para cualquier problema: para sortear una crisis económica, para reconstruir una nación tras un conflicto bélico, para sacar a millones de la pobreza. Pero restaurar la unidad del pueblo -que constituye nada más y nada menos que el cimiento de un país- es una tarea titánica. Se requieren líderes de fuertes convicciones y visión de futuro, pero principalmente, que la sociedad exprese su descontento, comprenda la manipulación de la cual es objeto, y ponga su voluntad para sentar las bases de un país en el que todos cedemos y, al hacerlo, todos nos beneficiamos. No se trata de eliminar la disidencia, sino valorarla como la base para el consenso. Claramente, así como no todos los intereses son honestos, tampoco todas las ideas ni todos los discursos persiguen el bien común. Por eso, una sociedad madura debe ser capaz de distinguir entre la crítica constructiva y la manipulación destructiva.
Es importante considerar estas fechas patrias como un llamado a la reflexión y honrar aquellos momentos de nuestra historia en los que, frente a toda adversidad, el interés nacional primó por sobre las divisiones. Como así también recordar los oscuros episodios en los que aconteció lo contrario. Como ciudadanos nos corresponde imponernos a las divisiones para recuperar los principios de los próceres que fundaron nuestra nación y que cimientan nuestro futuro. La independencia nos dio un país libre; solo la unidad puede hacerlo justo y duradero.
Gran artículo. Sin embargo, la historia reciente parecería demostrar que ceder y buscar acuerdos es tarea fútil. Basta recordar la presidencia de MM, bajo constante ataque de la oposición. Las calles constantemente tomadas, el Congreso asediado por toneladas de piedra y el infame gordo del mortero. Hoy, lo que queda de la centro-derecha republicana está siendo rápidamente absorbida por LLA, el Pro en vías de extinción.La amplia avenida del centro es cada vez más angosta, y el proceder stalinista de Milei, tristemente, la única forma de lograr resultados.
ResponderEliminarBuen articulo🙌
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