Autor: Santiago Lopez Micossi
Durante más de seis décadas Francia mantuvo una presencia militar constante en sus ex colonias de África Occidental, en un intento por sostener la estabilidad regional, proteger sus intereses estratégicos y preservar un vínculo especial con países que formaron parte de su vasto imperio colonial. Sin embargo, en los últimos años, esa relación comenzó a resquebrajarse y hoy se puede hablar con propiedad del cierre de un ciclo. La reciente retirada de tropas francesas de Senegal —país considerado durante décadas uno de los aliados más estables y pro-occidentales de la región— pone fin a una estructura de defensa que sobrevivía con dificultad desde la década de 1960. La salida del contingente militar francés de Dakar fue el último capítulo de una serie de repliegues previos: primero en Malí, luego en Burkina Faso, Níger y la República Centroafricana. Lo que se observa es algo más profundo que un simple ajuste táctico. Es el derrumbe de un modelo neocolonial y la apertura de una etapa geopolítica inédita, en la que Francia pierde terreno ante nuevos actores y donde las sociedades africanas exigen mayor soberanía y autodeterminación.
La retirada francesa no fue voluntaria ni negociada en términos amistosos. En la mayoría de los casos, fue forzada por el rechazo popular y por gobiernos de facto que emergieron tras golpes militares. Las nuevas autoridades en Malí, Burkina Faso y Níger cuestionaron abiertamente la utilidad de la presencia francesa y acusaron a París de perpetuar una relación asimétrica bajo el disfraz de la lucha contra el terrorismo. En Senegal, si bien no hubo una ruptura drástica, el presidente Bassirou Diomaye Faye, electo en marzo de 2024 y con un fuerte discurso de soberanía nacional, solicitó el cierre de la base militar francesa en Dakar. La decisión fue recibida con cierto alivio por parte del gobierno francés, que evitó mayores tensiones diplomáticas y prometió una “reconfiguración” de su presencia en el continente.
Pero, ¿cómo se llegó a este punto? ¿Qué factores motivaron este giro radical en la relación entre Francia y África Occidental? Y sobre todo: ¿qué escenarios se abren ahora para una región profundamente afectada por la violencia yihadista, la inestabilidad política y la competencia geopolítica global?
Para entender el presente hay que volver al pasado. Tras las independencias formales en la década de 1960, Francia mantuvo una influencia decisiva sobre sus ex colonias a través de mecanismos económicos, políticos y militares. La llamada françafrique, una red de relaciones informales entre París y las élites africanas, permitió sostener gobiernos afines a los intereses galos, asegurar contratos estratégicos y controlar recursos naturales claves. En lo militar, Francia firmó acuerdos de defensa con casi todos los países francófonos de África Occidental y estableció bases permanentes en puntos clave como Dakar (Senegal), Abiyán (Costa de Marfil), N’Djamena (Chad), y más recientemente, Niamey (Níger) y Gao (Malí).
El punto de inflexión fue el año 2013, cuando Francia intervino militarmente en Malí para frenar el avance de grupos yihadistas que amenazaban con tomar Bamako, la capital. La Operación Serval fue inicialmente celebrada como un éxito, pero pronto derivó en una presencia militar más extensa y prolongada bajo la Operación Barkhane, que llegó a contar con más de 5.000 soldados desplegados en el Sahel. Lejos de resolver el problema, el conflicto se agudizó, los ataques se multiplicaron y la inseguridad se extendió a Burkina Faso, Níger y otras zonas. La percepción generalizada en la región fue que Francia fracasó en su misión y que su presencia solo alimentaba una espiral de dependencia e ineficacia.
Con ese telón de fondo comenzaron a ganar terreno discursos nacionalistas y antioccidentales, muchas veces amplificados por redes sociales y por la influencia de nuevos actores como Rusia, que ingresó en la región con una estrategia pragmática y sin condicionamientos. El grupo Wagner reemplazó a las tropas francesas en Malí y estableció vínculos con las juntas militares de Níger y Burkina Faso. Al mismo tiempo, Turquía, Irán y China también intensificaron sus relaciones con estos países, tanto en materia de seguridad como en inversiones económicas. El cambio de alineamiento fue vertiginoso. En apenas dos años, Francia pasó de liderar la lucha internacional contra el terrorismo en el Sahel a ser expulsada de casi todos los países donde tenía tropas. En 2022 se cerraron las bases en Malí. En 2023, Francia salió de Burkina Faso. En 2024, fue el turno de Níger y Senegal. Solo quedan presencias simbólicas o administrativas en lugares como Yibuti o Costa de Marfil, pero la estructura estratégica que se conocía como presencia militar propiamente dicha ha colapsado.
Las consecuencias de este repliegue son múltiples. En el plano militar se advierte un vacío de poder que puede ser aprovechado por grupos yihadistas, dado que la mayoría de los ejércitos nacionales africanos no tienen ni los medios ni la preparación suficiente para enfrentar estas amenazas por sí solos. En el plano político, la salida de Francia abre la puerta a una redefinición de las alianzas internacionales. La Alianza de Estados del Sahel, conformada por los gobiernos militares de Malí, Burkina Faso y Níger, busca construir un bloque soberanista con apoyo ruso. Esta alianza, que ya anunció su retirada de la Comunidad Económica de Estados de África Occidental, busca construir un nuevo paradigma político sin injerencia extranjera.
Para Francia esta retirada forzada es una derrota pero también una oportunidad. El presidente Emmanuel Macron, que intentó presentar una nueva política africana basada en el respeto y la igualdad, se enfrenta ahora a un escenario donde su margen de maniobra se redujo drásticamente. El fracaso de la Operación Barkhane ha dejado una huella profunda en la imagen de Francia como potencia global. A mediano plazo, París podría reorientar su estrategia hacia una cooperación más civil y económica, evitando repetir errores del pasado. También podría buscar alianzas más firmes con países que aún mantienen relaciones estables, como Costa de Marfil o Gabón, aunque en un contexto mucho más sensible y menos permisivo.
En cualquier caso, la retirada de Francia reconfigura completamente el mapa político y militar de África Occidental. No solo cae una presencia simbólica del colonialismo tardío sino que se abre una competencia feroz entre actores globales por influir en una región estratégica y rica en recursos energéticos y mineros. La salida francesa no garantiza la estabilidad pero sí plantea una pregunta urgente: ¿pueden los países del Sahel construir soberanía real en un contexto de crisis estructural, pobreza, migración masiva y terrorismo?
El fin de la era militar francesa no implica necesariamente el nacimiento de una nueva etapa emancipadora. Pero abre una ventana para pensar otros vínculos posibles. Quizás, por primera vez en décadas, las sociedades africanas tienen la posibilidad de repensar su lugar en el mundo sin la sombra constante de su antigua metrópoli.
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