Minerales, poder y paz: la apuesta de Trump en el Congo



Autora: Candela Clapcich

El conflicto en el este de la República Democrática del Congo (RDC), intensificado por el avance del grupo rebelde M23, ha dado lugar a una ambiciosa iniciativa de paz liderada por Estados Unidos bajo la administración de Donald Trump. En colaboración con Qatar, Washington facilitó acuerdos entre la RDC y Ruanda que buscan desarmar a los grupos armados, restaurar la autoridad estatal y poner fin a décadas de violencia ligada, en gran parte, al control de minerales estratégicos como cobalto, litio y tantalio.

Trump ha convertido este proceso en una pieza clave de su agenda internacional, promoviendo un nuevo modelo de diplomacia que combina acuerdos de seguridad con inversiones estadounidenses. Su objetivo es desplazar el dominio económico de China, que actualmente controla alrededor del 80% del sector minero congoleño, y asegurar para EE.UU el acceso a minerales críticos para la industria tecnológica. Empresas como KoBold Metals, vinculadas a su entorno político, ya avanzan en la región.

Mientras algunos analistas ven en esta estrategia una oportunidad para la estabilidad y el desarrollo, otros alertan sobre los riesgos de pérdida de soberanía y dependencia económica para la RDC. El éxito del plan dependerá de la implementación efectiva de los acuerdos, el desmantelamiento de redes de contrabando y la capacidad real de los mediadores para sostener el proceso en el tiempo.

El conflicto armado en el este de la República Democrática del Congo (RDC) persiste como uno de los más prolongados y sangrientos del continente africano, con miles de muertos y cientos de miles de desplazados. La reciente ofensiva del grupo rebelde M23, que capturó las ciudades estratégicas de Goma y Bukavu a inicios de 2025, reavivó una crisis histórica atravesada por intereses étnicos, fronterizos y, especialmente, por el control de recursos minerales críticos. A pesar de las denuncias de la ONU que vinculan a Ruanda con el M23, Kigali niega cualquier respaldo a los insurgentes y justifica su presencia militar como una reacción defensiva frente a grupos como las FDLR, una milicia hutu implicada en el genocidio ruandés de 1994.

En este contexto, los acuerdos firmados el 27 de junio en Washington y el 19 de julio en Doha entre la RDC y Ruanda representan un giro diplomático significativo. Ambos documentos establecen mecanismos para la “desvinculación, el desarme y la integración condicional” de los grupos armados, la restauración de la autoridad estatal en el este congoleño y la implementación de un alto el fuego permanente. Se prevé que las negociaciones culminen con un acuerdo de paz integral antes del 18 de agosto.

La mediación internacional ha estado liderada por dos actores de peso: Estados Unidos y Qatar. Pero es Washington, bajo el liderazgo de la administración Trump, quien ha capitalizado políticamente el proceso de paz con una estrategia inédita: articular diplomacia, comercio y seguridad en una misma operación. Trump no oculta su intención de que Estados Unidos obtenga beneficios estratégicos directos del acuerdo. La RDC posee una riqueza mineral estimada en 25 billones de dólares, incluyendo litio, cobalto, cobre y tantalio, materiales esenciales para industrias tecnológicas, energéticas y militares. Estas reservas han situado al Congo en el centro de la competencia global por los recursos estratégicos, una disputa en la que China ha tomado la delantera, controlando cerca del 80% de la producción de cobalto congoleño mediante joint ventures y empresas estatales.

Frente a este escenario, Trump promueve un modelo de paz que combina acuerdos de seguridad con contratos de inversión. Según el profesor Alex de Waal, se trata de un “nuevo modelo de construcción de la paz, que combina una actuación populista con acuerdos comerciales”. Trump planea recibir en las próximas semanas a los presidentes Félix Tshisekedi (RDC) y Paul Kagame (Ruanda) para firmar lo que ha denominado un “triunfo glorioso” y consolidar acuerdos que abran la región a inversiones estadounidenses. Empresas como KoBold Metals —respaldada por financistas vinculados a Trump— ya anunciaron su expansión en la RDC, con la expectativa de asegurar suministros críticos para baterías, semiconductores y tecnologías de inteligencia artificial.

“La lucha por los recursos ha transformado la extraordinaria riqueza mineral del este de la RDC en una fuente de violencia e inestabilidad persistentes”, y la administración Trump apuesta a revertir esta ecuación mediante la estabilización política y la apertura económica. Washington ha comprometido 4.000 millones de dólares al Corredor de Lobito, un megaproyecto ferroviario que conectará los yacimientos congoleños con el Atlántico, reduciendo la dependencia de rutas controladas por intereses chinos o redes ilícitas.

Sin embargo, no todos los analistas son optimistas. El profesor Hanri Mostert advirtió que la RDC corre el riesgo de “comprometer su soberanía sobre los minerales” a cambio de garantías de seguridad difusas, en un esquema que recuerda a los acuerdos de trueque de recursos promovidos por China y Rusia. Las preocupaciones no son solo económicas: el contrabando de minerales por parte del M23, su mezcla con producción ruandesa y la exportación masiva sin trazabilidad han alimentado la violencia y debilitado los esfuerzos institucionales. El acuerdo negociado por Estados Unidos prevé, en este sentido, un marco de integración económica regional que permita frenar estos circuitos ilegales y transformar la cooperación en desarrollo real.

La participación de Qatar, aliado clave de Estados Unidos, ha sido fundamental para destrabar las posiciones más rígidas. Doha mantiene fuertes vínculos con Kigali y busca ampliar su influencia en África a través de inversiones estratégicas. Sin embargo, la coexistencia de dos procesos paralelos —uno entre Estados y otro entre el gobierno congoleño y el M23— plantea desafíos. Expertos como Jason Stearns advierten que sin una coordinación estrecha, podría firmarse un acuerdo interestatal que no logre frenar la insurgencia real sobre el terreno.

El cronograma es ambicioso. A más tardar el 8 de agosto deben reanudarse las negociaciones y para el 18 se espera la firma del acuerdo definitivo. Pero aún quedan escollos: el M23 ha aceptado el restablecimiento de la autoridad estatal, pero se niega a ceder territorios sin condiciones. A su vez, Ruanda exige la neutralización de las FDLR como prerrequisito para retirar sus tropas, mientras que Kinshasa sostiene que ambas acciones deben ejecutarse de forma simultánea. La desconfianza mutua y las interpretaciones divergentes de los compromisos firmados amenazan con desestabilizar el proceso.

Aun así, la administración Trump ha logrado lo que otros no: reactivar un proceso de paz estancado durante años y vincularlo con una agenda económica audaz. Según Onesphore Sematumba, del International Crisis Group, “entre la firma de un acuerdo y el logro de la paz, el camino puede ser largo, y lo será en este caso”, pero reconoce que Estados Unidos y Qatar están logrando resultados concretos en tiempo récord desde enero.

El éxito del modelo de Trump dependerá de su capacidad para sostener la presión diplomática, garantizar beneficios tangibles para la población local y evitar que el afán geopolítico se imponga sobre la necesidad de reconciliación duradera. Para que la paz se mantenga el tiempo suficiente como para generar desarrollo genuino, no bastará con acuerdos firmados: será necesario transformar el dolor en diálogo, integrar las voces históricamente silenciadas y dignificar décadas de explotación.

La pregunta, sin embargo, persiste: ¿cuál es el verdadero precio de la paz en el Congo, y quién pagará sus dividendos?



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