De las Instituciones



Autor: Lucas Bellusci

La cultura argentina, entendida como una construcción intersubjetiva configurada a través de la razón y el lenguaje, se manifiesta como un proceso histórico en continua transformación. Nuestra historia —esa disciplina tantas veces cuestionada en la actualidad— constituye el verdadero ADN de esta construcción cultural, que comenzó a forjarse incluso antes de la fundación de la patria en 1810. La historia no es únicamente un registro de acontecimientos pasados: es también el espejo en el que reconocemos lo que somos y, sobre todo, lo que hemos hecho con aquello que nos sucedió.   

Ahora bien, si descendemos al plano filosófico, podemos pensar que esta historia configura una “substancia”: aquello que, más allá de lo meramente corpóreo, constituye la esencia y la forma de ser de una comunidad política. La cultura argentina, desde este punto de vista, se ha visto marcada por la persistencia de liderazgos despóticos. Desde las raíces coloniales hasta las experiencias del siglo XIX, la política nacional se desarrolló en tensión con prácticas autoritarias. Incluso cuando la Ley Sáenz Peña de 1912 instituyó el voto universal, secreto y obligatorio, ello no eliminó el patrón cultural de personalismos y liderazgos fuertes.

Frente a esta realidad, pensadores como Juan Bautista Alberdi —padre intelectual de la Constitución de 1853— aspiraron a edificar un orden político distinto. Inspirado en el constitucionalismo estadounidense, Alberdi soñó con un país moderno y civilizado, gobernado por un Estado de derecho y con instituciones capaces de garantizar la libertad y el progreso. Sin embargo, el modelo de un presidencialismo fuerte, concebido como garantía de orden y equilibrio, terminó por convertirse en un terreno fértil para el caudillismo y la corrupción. El resultado ha sido un sistema político en el que, aunque las instituciones formales existen, son constantemente vulneradas por una cultura iliberal que se ha convertido en rasgo persistente de nuestra “substancia” nacional.

En este marco, la corrupción —que suele asociarse superficialmente a la política— debe ser comprendida como un fenómeno que emana de la propia sociedad. Los políticos, en definitiva, provienen del mismo cuerpo social. El vulgo argentino, que se presenta como víctima de la corrupción política, reproduce cotidianamente las mismas prácticas que denuncia. En consecuencia, los argentinos somos víctimas de nosotros mismos: firmamos un pacto social y político que no hemos sido capaces de respetar. Nuestro constitucionalismo refleja la imagen y semejanza de la nación; pero esa misma nación, atrapada en una cultura de ilegalidad y oportunismo, erosiona de manera sistemática el contrato que la constituye. 

Las instituciones argentinas no han fracasado por completo: en algunos momentos han logrado hacer prevalecer el imperio de la ley. Un hecho inédito de los últimos años es la condena judicial de una expresidenta por corrupción y defraudación al Estado, una señal que revela que, aunque debilitadas, las instituciones aún pueden resistir. No obstante, el kirchnerismo —con su poder de movilización y su legitimidad electoral— constituye lamuestra más acabada de la persistencia de una cultura política que justifica, normaliza o minimiza la corrupción como parte del ejercicio del poder. 

Siguiendo la advertencia de Durkheim, cuando no existe un principio de coerción externa que discipline las conductas, el individuo tiende a violar tanto las normas jurídicas como las sociales. En Argentina, el Estado ha dejado de desempeñar el papel de “Leviatán” que Hobbes concebía como garante del orden. El ciudadano argentino, que se percibe a sí mismo por encima del pacto que firmó, desobedece de manera cotidiana las reglas explícitas e implícitas de la convivencia. La norma social, que debería ser un marco incuestionable de acción, se ve diluida ante una cultura de la transgresión. 

El problema no radica, entonces, en la ausencia de leyes o instituciones: en Argentina sobran ambas. El verdadero desafío consiste en transformar la cultura política, desarraigando su carácter iliberal y estableciendo un Estado que imponga el imperio de la ley con la fuerza suficiente para disciplinar las conductas privadas y públicas. Solo así podrá generarse un cambio sustancial en el funcionamiento de las instituciones. Para ello es necesario que tanto el ciudadano como el funcionario comprendan que el delito conlleva consecuencias ineludibles. La madurez política y social de la Argentina requiere que la sociedad asuma su responsabilidad de manera adulta, aceptando que el respeto a la ley es condición indispensable de la libertad y de la vida republicana.


Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva del autor y no reflejan la postura de la revista.

Comentarios