Elecciones Noruega 2025: la paradoja de la continuidad en tiempos de disrupción



Autor: Lucas Bellusci

El Partido Laborista seguirá en el poder, aunque con una mayoría ajustada. La verdadera noticia es la irrupción del Partido del Progreso, que redefine la oposición y plantea un desafío inédito al modelo nórdico de bienestar, redistribución y transición verde.

Las elecciones parlamentarias celebradas en Noruega el 8 de septiembre de 2025 confirmaron, en apariencia, la fortaleza de una de las democracias más estables del mundo. El Partido Laborista, liderado por el primer ministro Jonas Gahr Støre, logró mantenerse como la primera fuerza y aseguró la continuidad de un gobierno de centroizquierda. Sin embargo, bajo esa superficie de orden institucional, emergió un fenómeno que tensiona los equilibrios tradicionales de la política noruega debido al ascenso del Partido del Progreso, que con un discurso populista de derecha duplicó su representación y desplazó al Partido Conservador como principal oposición.

El resultado no solo dibuja un nuevo mapa parlamentario sino que también expresa las tensiones más profundas que atraviesan el modelo nórdico. En un país acostumbrado a equilibrar redistribución, consenso y prosperidad petrolera, el avance de las posiciones críticas con la globalización, la inmigración y la carga impositiva introduce una disonancia inédita. La paradoja es evidente: la continuidad laborista coexiste con una transformación subterránea que anuncia un ciclo de mayor polarización política.

Una mayoría a camino de cuerda

El Partido Laborista obtuvo alrededor del 28 % de los votos y 53 escaños, consolidándose como la fuerza más votada. Sumado al respaldo de aliados naturales —la Izquierda Socialista, los Verdes, Rojo y, en determinados proyectos, el Partido del Centro—, el bloque de centroizquierda alcanza 88-89 diputados, apenas por encima de los 85 necesarios para gobernar en el Storting.

Esta mayoría mínima implica que el gobierno de Støre caminará sobre una delgada cuerda. No puede permitirse fracturas internas ni choques prolongados con sus socios, porque cualquier fisura pondría en riesgo la aprobación de leyes clave. Cada decisión —desde la reforma fiscal hasta los planes de transición energética— requerirá una arquitectura compleja de acuerdos. El consenso, que en Noruega siempre fue un reflejo natural de la política, se convierte ahora en condición de supervivencia.

La gobernabilidad dependerá, en gran medida, de la capacidad de Støre de ejercer un liderazgo pragmático, evitando maximalismos y equilibrando demandas contradictorias. La Izquierda Socialista y los Verdes presionarán por medidas más ambiciosas en materia climática y redistributiva, mientras que el Partido del Centro, con fuerte arraigo rural, reclamará políticas más moderadas que no afecten a las comunidades agrícolas. La coalición deberá, pues, moverse con sutileza en un terreno donde cada concesión a un socio puede significar la irritación de otro.

Del margen al centro de la escena política

La verdadera novedad de estas elecciones fue el espectacular crecimiento del Partido del Progreso, liderado por Sylvi Listhaug. Con un 24% de los votos y más de 45 escaños, la formación populista de derecha se consolida como la segunda fuerza política del país.

Su ascenso no es un fenómeno aislado sino que responde a una tendencia más amplia en Europa, donde partidos que combinan un discurso nacionalista, anti impuestos y crítico con la inmigración logran capitalizar el malestar ciudadano. Pero en Noruega este fenómeno adquiere un matiz particular, porque rompe con la tradición de consensos pragmáticos y de partidos moderados que caracterizó al sistema político durante décadas.

El Partido del Progreso construyó su campaña sobre tres pilares que vamos a mencionar a continuación. En primer lugar, el rechazo a la presión fiscal. En un país con uno de los sistemas impositivos más altos del mundo, Listhaug logró encarnar el enojo de sectores de clase media que sienten que la redistribución se ha convertido en una carga insoportable. Otro foco fue el cuestionamiento a la transición verde. Aunque Noruega es referente mundial en sostenibilidad, muchos ciudadanos resisten políticas que restringen la movilidad privada o encarecen los costos de energía. El Progreso supo convertir esas resistencias en una bandera política. Y el último, recurso de toda la derecha europea, la crítica a la inmigración. El discurso antiinmigrante, aunque más moderado que en otras latitudes, encontró eco en un electorado que percibe desafíos en la integración cultural y en la presión sobre el sistema de bienestar.

Lo significativo es que el Partido del Progreso no solo amplió su caudal electoral, sino que desplazó al Partido Conservador como principal voz de la oposición. La derecha noruega ya no está liderada por un partido tradicional y moderado, sino por una formación populista y disruptiva.

El declive conservador: fin de una hegemonía histórica

El Partido Conservador (Høyre), que gobernó Noruega durante largos periodos del siglo XXI bajo el liderazgo de Erna Solberg, sufrió una derrota sin paliativos. Con apenas un 14% de los votos, perdió más de la mitad de sus apoyos y quedó relegado a un tercer plano.

Este desplome refleja la crisis de los partidos conservadores tradicionales en Europa, atrapados entre gobiernos socialdemócratas que aún garantizan estabilidad y fuerzas populistas que capitalizan el malestar. El reto de Høyre será redefinir su identidad: ¿apostar a una reconstrucción centrista que lo acerque al electorado urbano y moderado, o virar hacia posiciones más duras para competir con el Partido del Progreso?

Su debilitamiento no es un dato menor ya que implica que el debate político en Noruega ya no estará mediado por un interlocutor conservador clásico, sino polarizado entre un laborismo obligado a negociar y un populismo en ascenso.

Una tensión irresuelta

En ningún país europeo el debate sobre el futuro energético es tan complejo como en Noruega. Como tercer exportador mundial de gas y uno de los principales productores de petróleo, el país financia buena parte de su Estado de bienestar a través del gigantesco Fondo Soberano, alimentado por los ingresos hidrocarburíferos.

A la vez, Noruega se presenta como vanguardia en políticas verdes donde ha impulsado el uso masivo de autos eléctricos, promueve energías renovables y defiende metas ambiciosas de reducción de emisiones.

Existe una evidente paradoja donde la prosperidad nacional depende de los combustibles fósiles que el propio país se compromete a combatir. Esta contradicción estuvo en el centro de la campaña. El Partido Laborista defendió un modelo gradualista, que mantenga la explotación petrolera mientras se refuerzan las inversiones en sostenibilidad. El Partido del Progreso denunció lo que considera un “fundamentalismo verde” y exigió proteger la industria petrolera frente a regulaciones excesivas. Los Verdes, por su parte, reclamaron un calendario más estricto de abandono de hidrocarburos.

Este debate atraviesa la identidad nacional. Noruega no discute solo cómo producir energía, sino qué modelo de desarrollo quiere sostener. Es decir, si seguir siendo una potencia petrolera en un mundo que se descarboniza, o convertirse en emblema de la transición ecológica aunque eso implique costos inmediatos.

El Estado de bienestar en disputa

El otro gran eje fue el sistema de bienestar. En Noruega, como en el resto de los países nórdicos, la legitimidad del pacto social se funda en la promesa de seguridad económica, servicios públicos de calidad y redistribución equitativa.

El Partido Laborista insiste en que el alto nivel impositivo es la garantía de esa seguridad colectiva. El Partido del Progreso, en cambio, cuestiona el equilibrio y sostiene que el Estado absorbe demasiado y que los ciudadanos comunes reciben menos de lo que aportan. La discusión sobre si la prosperidad debe seguir canalizándose a través del Estado o mediante un alivio fiscal directo se convirtió en el corazón del debate electoral.

Noruega en el contexto europeo

En comparación con otras democracias europeas, el sistema noruego sigue mostrando rasgos de fortaleza debido a su participación electoral alta, instituciones sólidas, ausencia de polarización violenta. Pero los resultados de estos comicios revelan que la política noruega ya no está blindada frente a las corrientes continentales: descontento con la política, auge populista, desgaste de los partidos tradicionales.

El futuro del país dependerá de si la cultura política de consenso, característica del norte de Europa, logra adaptarse a un escenario más disputado. Støre tendrá que demostrar que la gobernabilidad puede sostenerse sobre acuerdos pragmáticos. Listhaug, por su parte, intentará consolidar al Partido del Progreso como la voz del descontento social.

Continuidad con signo de interrogación

Las elecciones de 2025 no alteraron el gobierno, pero sí alteraron la política. Noruega seguirá siendo gobernada por un primer ministro laborista y por un bloque de centroizquierda, pero deberá hacerlo en condiciones de mayor fragilidad y con una oposición más agresiva.

El país que durante décadas fue sinónimo de consenso enfrenta ahora una prueba de resiliencia democrática: mantener la estabilidad en medio de un escenario de tensiones crecientes. La continuidad de Støre es, en realidad, el preludio de un ciclo político más incierto.


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