En las relaciones internacionales la construcción de escenarios
contrafácticos, es decir, aquello que aún no ha sucedido o podría suceder,
constituye un ejercicio habitual de la disciplina. Mentes teorizan sobre las consecuencias
imprevistas que podría generar tal o cual factor en el plazo de diez, veinte o
cincuenta años… ¿Si Ucrania no hubiera renunciado a sus armas nucleares, habría
conflicto con Rusia? ¿Es el Brexit el punto de no retorno en el proceso de
integración europea? ¿La retirada de Estados Unidos de Afganistán representa el
fin de la hegemonía estadounidense? Estos escenarios no se limitan solo a la
academia, y en las instituciones encargadas del planeamiento para la defensa y
la formulación de políticas públicas se formulan juegos y se crean modelos para
convertir la ficción en algo más refinado.
Pero decía Oscar Wilde que la realidad supera a la ficción. El
paso de la historia ha demostrado ser más cruel de lo que cualquier teórico de
escritorio podría imaginar jamás. No hace falta quedarse con el volátil
dinamismo del siglo XX, sino que es posible volver a los primeros compases del
conflicto internacional: La Guerra del Peloponeso.
Narrada por el antiguo griego Tucídides en una obra que toma el
nombre del conflicto, detalla la disputa de poder entre Atenas y Esparta, dos
potencias del momento que buscaban imponerse entre sí en términos militares y
comerciales y además de la fuerza, utilizaban a sus aliados para lograr sus
objetivos.
Llegado a este punto el lector habrá hecho las comparaciones por
su cuenta, pero la realidad supera a la ficción, y Melos entra en escena.
Melos, una isla situada en una posición estratégica del Mar Egeo,
fue un objetivo vital de Atenas durante la guerra. A toda costa buscaron su
incorporación al bando ateniense, y muchos argumentos fueron esgrimidos en las
negociaciones para intentar persuadir a la isla, siendo uno de los más
importantes el prestigio ateniense: Si no tomaban la isla, sin duda parecerían
débiles a los ojos del mundo. El problema era que la toma por la fuerza también
podría despertar el miedo de otras polis griegas, que sin dudarlo volcarían su
lealtad en la potencia espartana a cambio de protección.
Se suele ver un clima de incertidumbre en el contexto
internacional actual. La guerra en Ucrania no tiene un final concluso y la
crisis de Taiwán surgida a raíz de la visita de la Presidente de la Cámara de
Representantes del Congreso de Estados Unidos, Nancy Pelosi, ha despertado
alarmas en Asia que reavivan tensiones. Otra vez dos grandes potencias se ven
enfrentadas y una pequeña isla está en el medio, en palabras de Mark Twain: “La
historia no se repite, pero rima”.
Aun así comparar Melos con Taiwán tiene sus notas al pie. La
“otra China” no es una isla neutral que busca apartarse del conflicto, demanda
desesperadamente el apoyo de Estados Unidos para garantizar su independencia.
Es un interés geoestratégico de una potencia en ascenso, en el ojo del huracán
del teatro asiático.
Asimismo, China tampoco es Atenas. Incapaz de liderar su propio
rincón del mundo, se ve amenazada por otros estados como Japón y Corea del sur
y definitivamente no cuenta con aliados numerosos, más ahora que el gigante
ruso enfoca su atención en otros problemas.
Estados Unidos tampoco tiene intención de acelerar las cosas.
Durante décadas han tomado una posición de ambigüedad estratégica: Desde la
visita de Nixon a China no reconocen la independencia de Taiwán para evitarse problemas
con el gigante asiático, pero tampoco se disponen a apoyar una “one China
policy” e incentivar la anexión de la isla.
Volvemos entonces a la construcción de escenarios contrafácticos:
¿Pueden los ejercicios militares convertirse en algo más que una provocación?
¿Dejara Estados Unidos pelear sola a Taiwán, como lo hizo con Ucrania?
Independientemente de si estamos ante otro episodio de tensión entre dos
potencias, o si puede ser el origen de algo más serio, no podemos dejar atrás
las enseñanzas de la historia y sus ejemplos.
Por Ignacio Martínez
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