A lo largo de la historia, estar ubicados en el fin del mundo significó estar a salvo de conflictos internacionales. Las grandes guerras del siglo XX ni se acercaron a Latinoamérica, y muchas veces nuestra posición aislada nos escudó de crisis económicas o enemistades "centrales". Los conflictos que más nos afectaban entonces eran, más bien, internos: aunque la crisis de la deuda o las guerras de guerrillas tengan fuertes influencias e implicancias globales, su origen último se encuentra en nuestro propio país, Argentina.
Quizás debamos a esta tradición de aislamiento geográfico nuestro “privilegiado” desinterés sobre las grandes cuestiones de la política internacional. La clase política -y en cierta medida también la ciudadanía- de los países euroasiáticos, del Medio Oriente, o del Indo pacífico, depositan sus preocupaciones no solo en el progreso de la política doméstica, sino también en el efecto que pueden tener procesos y sucesos globales en su Estado y sus propias vidas. Pero no nos engañemos: este interés no se debe a la pura curiosidad, sino a una profunda necesidad ligada a su seguridad. Hoy, Argentina también está amenazada, sólo que nos negamos a verlo.
El resurgimiento de una competencia hegemónica, ahora entre EEUU y China, maridado con la globalización del comercio, el transporte y las telecomunicaciones, deja a todos los países en una vulnerabilidad desconocida por décadas. Argentina no es la excepción, pero si este problema ya es suficientemente grave en sí mismo, nosotros conseguimos empeorarlo.
Ya sea por ineptitud o por luchas intestinas, nuestros dirigentes lograron desarmar a Argentina de la mayoría de los elementos que nos permitían proyectar poder y garantizar nuestra seguridad, y fallaron en proveer estrategias para reconstruirlos. Es así como nuestra moneda languidece, sufrimos una crisis de reservas, arrastramos una deuda impagable, nuestra educación cae en picada, las fuerzas armadas carecen de recursos, nuestra tierra se incendia y nuestra población se empobrece a ritmos jamás vistos; la inseguridad y la inflación bloquean la toma de decisiones efectiva a nivel interno, y esta a su vez nos impide actuar en nuestra región y en el mundo para garantizar nuestra seguridad a largo plazo.
Las próximas décadas serán, a nivel global, mucho más peligrosas que lo que nuestra generación ha conocido, y en muchos casos de formas novedosas. Sin embargo, las fuentes de este peligro no son desconocidas, y una robusta estrategia nacional, holística y a largo plazo, podría ponernos a resguardo. ¿Pero cómo podemos siquiera concebir la idea de una autonomía estratégica o una política de no alineamiento activo cuando carecemos, no solo del liderazgo, sino de los recursos que permiten que un Estado actúe por su cuenta?
La Argentina conoce lo que es ser una potencia, no de corte imperialista, sino de aquellas que tienen la capacidad y la voluntad para asegurar su existencia y trazar un curso para sus futuras generaciones. Nuestros dirigentes carecen de la habilidad para marcar ese camino, y nos privaron de los recursos que nos permitirían recorrerlo. ¿Quién hubiera pensado, en la cumbre del poder argentino hace un siglo, que íbamos a estar rogando por ayuda, simultáneamente, a Brasil, Estados Unidos, y China? Estas grandes potencias deben estar pensando lo mismo: el que alguna vez fuera el gran poder de Sudamérica está hoy de rodillas, dispuesto a ser sometido. Asegurémonos de que eso no suceda.
Por Sebastián Uría.
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