La adaptación al cambio climático ya es hoy un desafío central a lo largo del mundo, tanto a escala individual o colectiva, en los gobiernos o en las empresas, para aquellos que entienden su gravedad o los que se empecinan en negarlo. Pero esa simple realización —que nuestro modelo actual de vivir y producir degrada irreversiblemente el mundo en el que habitamos— demanda como respuesta una tarea titánica: una transformación rápida y radical de las estructuras de nuestra sociedad, dependientes en combustibles fósiles en todas sus dimensiones, desde la producción de energía hasta la alimentación, pasando por el transporte y la economía.
Semejante compromiso no podía ser fácil de cumplir, y hoy atestiguamos que el discurso no está a la altura de los hechos: en cumbres, foros, y communiqués internacionales, líderes mundiales instan a los países a redoblar los esfuerzos —y la inversión, claro está— para lograr la tan ansiada transformación. Pero los países en desarrollo no tenemos los recursos para hacer los cambios necesarios, amén de no ser los principales contribuyentes al cambio climático; y las economías más desarrolladas no parecen dispuestas a sacrificar ganancias al corto plazo para realizar esas enormes inversiones necesarias para la transición hacia una economía libre de emisiones.
El caso chino es, por lo tanto, revelador. En 2023, el gigante asiático fue el mayor inversor en energías renovables del mundo, con un total de 273 mil millones de dólares que supera las inversiones combinadas de Europa y Estados Unidos; su impacto se observa a lo largo de la cadena energética y productiva, desde centrales hidro y nucleoeléctricas, hasta gigantescas “granjas solares” y campos de energía eólica. En materia de autos eléctricos, China produce más de la mitad de estos vehículos globalmente, y este año se vendieron más autos eléctricos que de combustión interna en el país, permitiendo que la industria abandone los subsidios estatales el año pasado.
El resultado es un país que se ve a las puertas de lograr la transición energética, y cuyas ciudades parecen cumplir con los diseños que urbanistas y ambientalistas idearon para las comunidades sostenibles del siglo XXI: sistemas de transporte público que integran enormes y eficientes redes de trenes y subtes, electrificación de colectivos y camiones para el transporte de mercadería, utilización masiva y en expansión de motos y autos eléctricos junto con bicicletas, y una pluralidad de espacios verdes, entre otros. La experiencia de estas metrópolis es la de habitar la ciudad del mañana.
Pero China es también ejemplo de la complejidad del desafío climático. Las estadísticas positivas conviven en alto contraste con otras: el país es el mayor emisor de gases de efecto invernadero a nivel mundial y concentra más de la mitad de la quema de carbón global, una práctica altamente contaminante con efectos nocivos directos para su población. Al mismo tiempo, los avances chinos son puestos en jaque por las disputas geopolíticas: el nuevo bloqueo europeo a la importación de autos eléctricos chinos o la búsqueda de reemplazar su dependencia en materia de paneles solares responde a una lógica competitiva que rompe con el esfuerzo conjunto que es necesario. China nos enseña que tendremos que convivir con las contradicciones, y los conflictos, que la transición energética nos impone.
Por Sebastian Uria Minaberrigaray
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