La religión, amalgama social y cultural del Dnipro

 Por Malena Falicoff


  Hubo un tiempo en que las religiones configuraban la vida social de los pueblos. Dios, o aquellos que interpretaban y transmitían su palabra, eran los que oponían lo que era bello de lo que no lo era, la bondad de la maldad y lo verdadero de lo falso. Podría decirse que a partir del siglo XIX, y en especial durante el siglo XX, estos tres binomios fueron reapropiados por tres actores: los mercados, la ciencia y el estado. Lo estético y lo antiestético comenzó a ser determinado por los mercados; lo verdadero y lo falso por el discurso científico que emerge con fuerza durante la fiebre positivista, y el bien y el mal por los corpus legales de los Estados-nación.

  Byung Chul Han, en La sociedad del cansancio (2010), detalla que las religiones actuaban como “técnicas tanáticas”, es decir, herramientas que lograban liberar a la humanidad de su miedo a la muerte. Los relatos sobre el después de la vida eran, según el autor surcoreano, “tanatotécnicas narrativas” de las que las sociedades modernas terminaron por desprenderse, lo que implicó un cambio de paradigma fundamental si se tiene en cuenta que la humanidad siempre se valió de la narración para procesar la muerte. Las religiones eran, entonces, “marcas de certeza” que no se erosionaron con la misma rapidez en todas las geografías y que hoy su hegemonía presenta fluctuaciones. En La derrota de Occidente (2024), Emmanuel Todd traza el desplome progresivo del catolicismo en Occidente y menciona que a Europa del Este este proceso de secularización “no le preocupa”.

  Es interesante, en línea con el análisis de Chul Han sobre las sociedades modernas, y retomando su noción de “tanatotécnicas narrativas”, saber que existe en la tradición judía una oración específica para rezar por el alma de los seres queridos fallecidos. Se llama Izkor y se recita en Pesaj, Shavuot, Sucot y Yom Kipur. Otro de los “rezos tanáticos” -siguiendo el vocabulario del autor- es el Kadish, la oración de duelo. También es importante que los presentes le pidan perdón a la persona fallecida durante el sepelio por cualquier ofensa que le hayan podido causar (esta práctica se llama Mejilá). Cuando llega el momento de abandonar el cementerio, se lavan las manos y dejan que se sequen solas como manera de demostrar que no tienen apuro por distanciarse de sus seres queridos. Esta última práctica se denomina Netilat iadaim.

  Estos y otros rituales cobran una importancia especial siempre que hay amenazas externas que desestabilizan la organización cultural, política y económica de un lugar. En el instante en que el afuera penetra y jaquea la rutina, el rol estabilizador de la religión en las subjetividades emerge, se transparenta. Una de las comunidades judías más activas de Ucrania, situada en la ciudad de Dnipro, demuestra cómo la tradición religiosa logra ordenar, al menos en parte, lo que la guerra desordenó. Sería tajante afirmar que las prácticas religiosas liberan a esta comunidad del miedo a la muerte, pero sí que, por lo menos, la contiene. Y esta contención se vuelve muy necesaria en un momento geopolítico como el actual ya que, si hay una certeza que le falta a Ucrania es la dimensión concreta del futuro.

Vivir entre dos temporalidades

  El viento levanta un leve oleaje en el río Dniéper (de él recibe el nombre la ciudad, ubicada a sus orillas) que llega a Ucrania desde Rusia y desemboca en el mar Negro. El cielo diáfano se replica en su superficie límpida y la quietud de la escena hace creer que nada puede cambiar el orden geométrico del paisaje. Y, sin embargo, esta escena se enmarca en una guerra de casi tres años de duración. Son como dos temporalidades conviviendo entrelazadas: una de la estabilidad, otra del azar. Cuando los misiles nocturnos explotan, traen consigo, además de escombros, un nuevo modo de habitar el tiempo. El mundo de lo conocido se desconfigura.

  Varios ataques sufrió la ciudad de Dnipro desde que comenzó la guerra ruso-ucraniana (el último el 26 de octubre de este año). La situación provocó una emigración significativa de judíos a Israel y Europa. Pero, a pesar de este dato y más allá de los cortes de agua, luz e internet, la comunidad no está dispuesta a que se enfríen las prácticas que hacen, en el día a día, a su identidad. Por esa razón se continúan brindando servicios religiosos, baños rituales y educación judía. Disponen, también, de un mohel para el Brit Milá (circuncisión ritual de un bebe judío) y un shojet (matarife en hebreo) para la matanza ritual de animales, en armonía con la ley judía, la halajá. La clave reside en que por medio de donaciones consiguieron generadores eléctricos que les posibilitó acceder a la autonomía energética.

  Esta autonomía posibilita, además, que se sostenga el centro Menorah, una de las instituciones comunitarias judías más importantes de Europa y más impresionantes a nivel arquitectónico. Su extensión de siete torres (cada una representa un brazo de la Menorá, antiguo símbolo judío) permite agrupar, entre otros espacios, un museo del Holocausto, restaurantes kosher, una sinagoga y una escuela para sofrim (escribas en hebreo), en la cual se escriben Torás a mano. Podría considerarse que en esa “escritura artesanal” de los versos del libro sagrado hebreo persiste un poco de aquella temporalidad interceptada en las primeras horas del 24 de febrero de 2022.
 

El centro Menorah de noche.
 
Cómo se narra un pueblo a sí mismo

  Un territorio no se vuelve una extensión simbólica de una población de un día para otro. Para que un grupo de personas se transforme en una comunidad y para que surta efecto su rol contenedor, a un territorio hay que moldearlo como a una pieza de cerámica. Lejos de ser un punto en el mapa es, más bien, una de las patas de los estados. Estos a su vez se vinculan míticamente con los territorios. Desde los mitos y las leyendas (por ejemplo, se dice que Lysa Hora, “montaña calva” cercana al río Dniéper, fue un punto de encuentro de magos y brujas), pasando por la historia del país contenida en la infraestructura soviética -resto fantasmal cuya presencia hace reflexionar sobre el paso del tiempo- hasta la historia del pueblo hebreo que conecta a los judíos de Dnipro entre sí y a cada uno de ellos a Israel, es claro que una narrativa compartida ancla una población a un territorio, le provee una épica del pasado, una razón de ser en el presente y un horizonte de expectativas. Y es en el acto de formar a sofrim donde se juega no sólo la conservación del pasado, sino la posibilidad de un futuro compartido.

  Si faltan certezas, se intentará al menos construirlas en conjunto. 

Por Malena Falicoff

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