Autora: Valentina Trigona
Apreciada por su belleza natural – poseyendo montañas,
sierras, quebradas, glaciares, playas, cataratas, selvas, y
muchísimo más – y cultural – con construcciones estilo
colonial en sus orígenes, el avance de la influencia
italiana, el florecimiento del neoclásico francés, etc. –,
Argentina es acogedora de una diversificación de
paisajes y estilos urbanos.
Es sumidos en la grandiosidad de semejantes bienes, que
se encuentran latentes los fantasmas de un conflictivo
pasado, que tuvo como principio general la destrucción
del patrimonio arquitectónico-artístico: mientras algunos
se metamorfosearon en obras maravillosas, otros
desaparecieron íntegramente.
Aquellos no solo contribuían a la formación de un
pueblo, cuyas raíces heterogéneas provenientes de todos
los rincones del mundo se manifestaron en la unión e
identidad nacional, sino que también constituían lugares
que albergaban personas, memorias, y, ciertamente, un
futuro. Hoy podrían encarnarse en imperiales sedes
gubernativas, inspiradoras academias y escuelas,
preciosos museos, atractivos turísticos, o mismo en las
viviendas que alguna vez fueron, que, lejos de alentarse
su promoción para estimular la belleza, acabaron
ruinadas.
Construir un país cuando se arrasan los cimientos del
ayer, es mutilar nuestra historia y torcer nuestro porvenir.
Ahora bien, realizando un análisis de los casos históricos
de Buenos Aires, podrían confeccionarse tres categorías
acerca de las causas por las cuales han desaparecido,
de un modo desafortunado e irrecuperable,
emblemáticos edificios que integraron y sirvieron a
nuestro variado e inmenso legado, inherentes de una
descomunal valoración, exteriorizada en tres aspectos:
histórica, cultural y artística.
Una mentalidad carente de preservación
Verdadero es que el ordenamiento jurídico argentino no siempre ha tenido como
prioridad la protección de inmuebles y/o construcciones simbólicas de la sociedad;
tampoco la conservación urbanística, fiel a sus inicios. Más bien, el progreso en
tales materias es reciente, cuyo germen fue, lisa y llanamente, el descontento de
la ciudadanía ante un patrón sin fin de derrumbes indiscriminados. Es por ello que hubo ocasiones en las cuales los autores de tales
demoliciones fueron meros – aunque poderosos – particulares.
Así, se invoca al Castillo de Pastor Obligado, perteneciente
al gobernador de Buenos Aires a mitad del siglo XIX. Situado
en plena Avenida Alvear, fue demolido en 1967 cuando sus
siguientes propietarios, la familia De Ridder, la vendió a un
banco, alzándose hoy elevados edificios y el Sofitel Hotel.
También se trae a colación el Palacio Videla Dorna de
Gervasio Videla Dorna, relevante figura en el mundo
bancario y político del país; allí se estableció
temporalmente la Escuela Naval Militar. La fugaz vida
de la propiedad, tan solo de 1886 a 1925, se debió la
creencia barrial de que dicha edificación era un obstáculo
para el desarrollo del barrio – hoy Caballito –, por lo que
fue demolido, su terreno segmentado y vendido. Emana
una molesta contradicción pensar que semejante joya
arquitectónica, junto con el movimiento de personas que
implicaba por el destino que poseía, sería una carga que
debía soportar la comunidad y no una bendición de la
cual sacar provecho. La nivelación para abajo parece
haber existido siempre en nuestro país.
Adicionando, se halla la Villa Ombúes, cuyo esplendor
fue desde su encargo hacia 1872 hasta los inicios del
siglo XX, por la cantidad de eventos aristocráticos que
llevó a cabo su cabeza, Ernesto Tornsquist. Si bien una
parte de ella fue donada en lo que se convertiría en la
Abadía San Benito en 1928, la construcción principal
pasó por varios dueños hasta llegar a la Embajada de
Alemania en 1975 – fiel a los orígenes germánicos de su
dueño –, siendo ésta demolida y reconstruida en la
década de 1980.
Posiblemente la pérdida más dolorosa sea el
Pabellón Argentino: remontándose su nacimiento a
la Exposición Universal realizada en París en el año
1889, donde la delegación argentina levantó una
magnífica construcción en aras a demostrar su valía,
fue posteriormente desmontada y trasladada a la
Plaza San Martín en Buenos Aires, funcionando como
el Museo de Bellas Artes durante las primeras
décadas del siglo XX. Siendo un estorbo para ampliar
la Plaza San Martín y unirla con la Plaza Británica,
fue desarmado en 1932; sus piezas fueron repartidas
entre Buenos Aires, escuelas y museos hasta la fecha.
En otras ocasiones, fue el propio Estado quien se
apropió de los tesoros arquitectónicos, aunque no
con el propósito de cuidarlos sino para extinguirlos.
Tal es el caso de la Quinta de Martín de Alzaga
y Felicitas Guerrero en el barrio de Barracas,
comprada por Buenos Aires en 1908 y derribada en
su integridad en 1937, tomando su lugar una plaza.
Tampoco se olvidará jamás el crimen cometido contra el
Cabildo de Buenos Aires, anclado profundamente en
nuestra historia patria, mutilados tanto sus alas como sus
arcos, con el objetivo de dar paso a las diagonales de la
Avenida de Mayo en 1889 – y eventuales modificaciones,
junto con restauraciones, en casi todo el siglo XX.
Entre los desprecios cometidos a la historia del país,
igualmente se encuentra el Café de Hansen, en el
Palermo de 1870, donde dicen las lenguas que allí nació la
prodigiosa música del tango; su demolición fue ordenada
por la intendencia en 1912, bajo el pretexto de facilitar el
paso al velódromo, así como agrandarlo a aquel.
De todos modos a lo desarrollado precedentemente, ha
habido ocasiones en las cuales el enemigo del patrimonio
arquitectónico fue la mismísima economía. Así se arriba al
dramático final del Palacio La Lucila, cuyo nombre fue
en honor a la novia en la unión de las familias Anchorena Urquiza, siendo el terreno un regalo de su hermano por el
matrimonio. Terminado en 1916, fue tan significativo que
permaneció coloquialmente – y hoy oficialmente – el
nombre «La Lucila» a dicho barrio en Vicente López. A
la muerte de ella, lo adquirió uno de sus hijos, quien,
frente a la imposibilidad de solventarlo en términos
financieros, lo ofreció a numerosos entes estatales, quienes
no tuvieron interés en comprarlo, viéndose obligado a
demolerlo en 1942 y a vender el terreno.
A la par, se sospecha que ese fue el desenlace del Teatro
Marconi, inaugurado en 1887, constituyendo un centro de
entretenimiento dirigido a los inmigrantes italianos de
clase baja, con el fin de que pudiesen acceder a buenos
espectáculos a un precio modesto. Pese a que fue
penosamente derrumbado en 1967, es digno remarcar la
existencia de dicho espacio: buscar la integración de
quienes eligieron nuestro país para salir adelante,
proporcionándoles comodidad, y, más aún, el acceso a la
cultura sin importar el estatus social.
Entre ellos, también cabría mencionar al Palacio
Miraflores, construido en 1886 dentro del barrio de
Flores, por la familia Dorrego. Las arduas hipotecas que
recaían sobre el mismo forzaron a la familia a tirarlo
abajo y a lotear el terreno en el año 1941.
Una mezcla entre esta clase y la anterior – es decir, la
(in)ejecución gubernativa y los aprietos económicos – es
la Quinta Lezica, cuyo desenlace resulta repugnante
ante un Estado abusador de su poder, agravado por la
vulnerabilidad de ciudadanos que a él recurren por
ayuda. En el presente caso, la muerte de Ambrosio
Plácido de Lezica y Ferrer en 1881, quien era la cabeza
y sostén de esta destacada familia comerciante – y
propio inventor de la casa, puesto que fue él quien la
mandó a construir en 1860 –, trajo aparejada la
búsqueda de un comprador; pese a que la Ciudad
inicialmente se negó a adquirirla, posteriormente realizó
una expropiación en 1927. Pese a la ultrajante injusticia
padecida por los Lezica, éstos tan solo solicitaron que se
respete su nombre en lo que habría de ocupar su hogar,
aunque la susodicha es actualmente llamada «Parque
Rivadavia», en Caballito.
Suele decirse «Hecha la ley, hecha la trampa» y la
encarnación de tal locución se halla en dos antiguos e
icónicos teatros. El primero de ellos, el Teatro
Politeama, constituyó un significativo caso en la
protección de inmuebles históricos, sobre todo los
destinados a la entretención. Remontando sus orígenes
a 1879, tuvo sus mayores éxitos en la promoción de
expresiones patrias, tal como lo gaucho, el folclore, etc.;
demolido en 1958 a los fines de desarrollar una gran
edificación, el rechazo de la gente fue de enorme
magnitud, ocasionando la sanción de una ley, cuyo
contenido versaba en que, de ser demolido un teatro, el
nuevo espacio a reemplazarlo debía contar
necesariamente con una sala de espectáculos.
El segundo de ellos, el Teatro Odeón, fue cumbre de
eventos por un siglo, desde 1891 hasta su demolición en
1991 – tal como las primeras proyecciones
cinematográficas, la realización de afamadas obras
teatrales e incluso un espacio político que definiría el
rumbo del país –. Pese a que le fue concedida
legalmente una protección por su interés cultural, sería
revocada más tarde por la administración, convirtiendo
el tan adorado lugar en un simple estacionamiento. Resulta paradójico que nos maravillemos con la conservación de
monumentos históricos de tantos países, sin siquiera procurar aplicarlo en
nuestras tierras, con semejantes joyas que albergamos. Paralelamente,
resulta increíble que en esta nueva época la ciudadanía luche el cuidado de
su herencia histórica, infundiendo de fe y compromiso a un pueblo unido.
Apatía por sobre historia
Así se invoca al Fuerte de Buenos Aires, construido a fines
del siglo XVI bajo el nombre «Real Fortaleza de Don Juan
Baltasar de Austria», cuyo propósito era la salvaguarda de
la Ciudad recientemente fundada, la cual, dada su posición
geográfica en la Cuenca de la Plata, se encontraba expuesta
a potenciales peligros. Reacondicionada de acuerdo a las
tecnologías contemporáneas con el paso de los siglos,
rebautizada «Castillo de San Miguel Arcángel del Buen
Ayre», reconvertida en la Casa de los Virreyes y posterior
morada de los gobiernos patrios, durante el siglo XIX fue
parte demolida y parte transformada tanto en la Aduana
Nueva como en la Casa Rosada.
No pareciera que la caída de la fortaleza
obedezca a motivos ideológicos sino más bien
prácticos, y, pese a lo poético de que se haya
transfigurado parcialmente en el sitio del
gobierno nacional, es perceptible un dejo de
sabor amargo en el asolamiento del lugar que
proporcionó la defensa y la seguridad de la
Ciudad que hoy se erige como la capital del
país: por un lado, en vista de ser uno de los
elementos que permitió nuestra prosperidad;
por otro lado, en virtud de la reivindicación de
nuestra historia sin renegar el pasado.
Mientras que la Casa Rosada perdura hasta la actualidad,
no fue el caso de la Aduana nueva, la cual existió desde su
construcción y puesta en funcionamiento en la década de
1850, hasta su demolición en 1894, al idearse el
levantamiento de Puerto Madero y convertirse en lo que
sería Plaza Colón.
Añadiendo a los edificios históricos del ámbito político,
podría mencionarse el Antiguo Congreso Nacional de 1864:
el crecimiento exponencial del país aumentó
considerablemente el número de funcionarios, obligando a
los representantes del pueblo a instalarse en un recinto más
amplio. Trasladándose en 1905 a lo que hoy es el Congreso
de la Nación, el Antiguo fue demolido en su exterior recién
en 1942 para llevar a cabo la sede del Banco Hipotecario
Nacional, y, con el paso de los años, se modificaría
nuevamente a lo que actualmente es la AFIP.
Ya avanzando a comienzos del siglo XX, se presenció una
importante amenaza respecto de las buenas costumbres que debían
reinar en la ciudadanía; esto es, el Pabellón de las Rosas, un
popular cabaret, multifacético con bailes, cantos, cine, bar,
restaurante, etc., inaugurado en 1910. Varios factores se coordinaron
con el objetivo de cerrar el lugar, logrado en 1929, así como
demolerlo: el esparcimiento de su mala fama – teniendo en cuenta
que, al difundirse la verdadera naturaleza del lugar, hubo un cambio
en el público que asistía, perdiendo la inicial clientela privilegiada
que acudía –, el decrecimiento de la concurrencia y la presión de la
Iglesia; tras ello, allí se alzó una gruta de la Virgen de Lourdes.
Aun así, dentro de la temática concerniente, el ejemplo más
ostensible es el Palacio Unzué: residencia de Juan Domingo
Perón durante su presidencia y lugar de culto tras la muerte de
Eva Perón allí producida, tras la revolución libertadora de 1955
fue escenario de bombardeos y saqueos, para luego ser
demolida en 1958, sustentándola en los altos costos de refacción
y mantenimiento. En dicho espacio ahora se encuentra la
Biblioteca Nacional, el Instituto Nacional Juan Domingo Perón y
diversas plazas. Asimismo, trajo un trascendental cambio: el paso
de la Quinta de Olivos a ser la residencia presidencial oficial.
En la misma línea, es posible encontrar al Teatro Argentino o Teatro Piedad, cuya existencia se extendió desde 1892 a 1973, frente al incendio que lo devastó por parte de un grupo de religiosos con el propósito de impedir el estreno de una obra musical, llamada “Jesucristo Superstar”.
El desamparo del olvido
Hasta ahora se ha visto la deliberada destrucción de edificios históricos bajo justificaciones
idearias, así como la concepción inconsciente respecto de valor que poseen los mismos. No
obstante, hay un destino peor que ser demolido fundamentándose en la protección del
Estado o en una desidia total; éste es, el trágico abandono.
El desamparo del olvido
Entre ellos podría mencionarse al Palacio o Castillo de los Leones, que, con su corta vida – de 1907 a 1940,
perteneciente a un miembro de los Lacroze –, fue protagonista de incontables relatos de terror a causa de su estado de
dejación por parte de la misma familia, quienes la abandonaron tras un escándalo de estafa por parte de su diseñador.
Similarmente, el Palacio Ortiz Basualdo Dorrego de 1904 – portador del mismo nombre que la Embajada de
Francia, aunque comportan dos edificaciones distintas –, asentado en Plaza San Martín y galardonado por su belleza
en la fachada, se encontró desprovista tanto de propietarios como herederos; vacía y sin intereses del Estado u otros
actores de comprarla, la misma fue vendida y derrumbada en 1969, ocupado su terreno diversos edificios.
En conjunto a los lamentables edificios abandonados, se encuentran aquellos que, sencillamente, se desconoce
públicamente el motivo por el cual fueron eliminados – aunque no necesariamente ello obedece a un secretismo, sino
mera desinformación –.
En tal grupo podría encontrarse el Pabellón de los Lagos, construido alrededor de 1900¸era una sobria confitería
ubicada en el Rosedal de Palermo. Fue demolido sin explicaciones conocidas en 1929, donde hoy allí se encuentra el
Patio Andaluz, cuya famosa glorieta azul provino como un obsequio de Sevilla. Similar, el Edificio Calvet, compañero
de El Correo en la misma fecha que el caso anterior, dedicado al negocio vitivinícola; por alguna misteriosa razón, hacia
la mitad del siglo XX los dueños decidieron destruir parte de aquel para levantar oficinas, las cuales verdaderamente
terminaron siendo un estacionamiento.
Abundantes son los fantasmas del patrimonio arquitectónico que deambulan en Buenos Aires:
a veces demolidos sin reparos de aquello que se estaba perdiendo para siempre,
otras acompañados con la pena del pueblo que sentiría su ausencia,
mientras que solo algunas y muy afortunadas veces,
permanecieron en el espíritu del que tomó su lugar.
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