Autor: Santiago Martín López Micossi
La coparticipación debería ser un instrumento para equilibrar desigualdades, garantizar derechos y promover el desarrollo armónico de todas las regiones. Sin embargo, en la práctica se ha convertido en un mecanismo de control político que reproduce injusticias históricas.
El federalismo argentino atraviesa un nuevo capítulo de su larga historia de tensiones y desequilibrios. En la última semana, el gobierno nacional decidió distribuir fondos de coparticipación y Aportes del Tesoro Nacional (ATN) con el objetivo de mejorar sus relaciones con los gobernadores. Sin embargo, lejos de resolver las asimetrías estructurales que atraviesan al país, la medida volvió a dejar en evidencia las desigualdades y la ausencia de un criterio equitativo en la administración de los recursos públicos. La promesa de un federalismo “maduro”, que brinde previsibilidad y justicia distributiva a las provincias, se enfrenta hoy con la realidad de una gestión centralizada y orientada a sostener la gobernabilidad a corto plazo, utilizando los fondos federales como herramienta de negociación política más que como instrumento de desarrollo equilibrado.
En la semana previa al rechazo legislativo del veto presidencial a la ley que obliga a coparticipar los ATN de manera automática, el Ejecutivo nacional giró 12.500 millones de pesos a cuatro provincias: Misiones ($4.000 millones), Santa Fe y Entre Ríos ($3.000 millones cada una) y Chaco ($2.500 millones). Si bien la distribución fue presentada como una respuesta a necesidades locales, los montos y los destinatarios evidencian un patrón: la Nación utiliza los fondos como moneda de cambio para mejorar sus vínculos políticos y contener eventuales rupturas con gobernadores clave. Este esquema confirma que el federalismo argentino funciona más como un sistema de premios y castigos que como un modelo de desarrollo equilibrado. Provincias con fuertes aportes al PBI nacional, como Buenos Aires (provincia), Córdoba o Santa Fe, reclaman hace décadas un reparto más justo que refleje lo que producen y lo que cuestan sus servicios públicos. Sin embargo, la lógica de la Casa Rosada privilegia las necesidades coyunturales del Ejecutivo y los alineamientos circunstanciales, relegando cualquier criterio de proporcionalidad.
Las asimetrías entre provincias no son nuevas, pero la mala gestión las profundiza. Distritos como Formosa dependen en más de un 85% de los recursos que les gira la Nación. En contraposición, la provincia de Buenos Aires, que concentra cerca del 40% de la población y aporta más de un tercio de la economía nacional, recibe menos del 25% de la coparticipación. Esa brecha entre lo que se aporta y lo que se recibe constituye una de las paradojas más notorias de la política argentina: el distrito que más recursos genera es también uno de los más castigados en la distribución. La falta de un criterio equitativo y racional no sólo es injusta sino que también es ineficaz. El centralismo y la discrecionalidad debilitan las capacidades de planificación provincial y refuerzan la dependencia política de los gobernadores hacia el Poder Ejecutivo. En lugar de fortalecer la autonomía fiscal de las provincias y promover un desarrollo equilibrado, el sistema actual las mantiene atrapadas en una lógica de mendicidad y favores.
El Congreso sancionó recientemente una ley que obligaba a distribuir los ATN de manera automática y diaria, integrándolos al sistema de coparticipación. Esa norma buscaba limitar el uso discrecional de los fondos y aportar previsibilidad a las provincias. Sin embargo, el presidente Javier Milei hizo uso de sus facultades constitucionales y vetó el texto, argumentando que el Ejecutivo debía conservar la “flexibilidad” para atender emergencias fiscales. El rechazo del veto por parte del Senado mostró que existe un consenso amplio en torno a la necesidad de terminar con el modelo actual en el manejo de los fondos. Sin embargo, la resistencia del Poder Ejecutivo confirma que el federalismo se sigue gestionando desde una lógica centralista y concentradora. En lugar de promover un reparto transparente, el gobierno nacional se aferra a un esquema que le otorga poder político a costa de la autonomía provincial.
La gestión federalista actual no solo perpetúa la desigualdad: también erosiona la legitimidad institucional. Los 24 gobernadores, sin distinguir signos políticos, perciben que los fondos se reparten según conveniencias coyunturales y no en base a criterios claros y objetivos, lo que genera un malestar que se traduce en tensiones en el Congreso, en reclamos judiciales y en la imposibilidad de construir consensos duraderos. Económicamente, las consecuencias también son graves. Provincias con alta dependencia de las transferencias nacionales quedan expuestas a la incertidumbre, mientras que aquellas que aportan más ven limitado su margen de maniobra para financiar políticas públicas. El resultado es un país fragmentado, con regiones que avanzan a distintas velocidades y con un federalismo cada vez más debilitado.
El federalismo argentino sigue siendo una promesa incumplida. La gestión actual del gobierno nacional, basada en la discrecionalidad y en la negociación política, profundiza las asimetrías en lugar de corregirlas. La coparticipación debería ser un instrumento para equilibrar desigualdades, garantizar derechos y promover el desarrollo armónico de todas las regiones. Sin embargo, en la práctica se ha convertido en un mecanismo de control político que reproduce injusticias históricas. El debate en torno a la ley de reparto automático de los ATN marca un punto de inflexión: la sociedad y los representantes provinciales reclaman mayor transparencia y justicia. Pero mientras la Nación insista en utilizar los fondos como herramienta de poder, el federalismo argentino seguirá siendo más un discurso que una realidad concreta. El desafío es claro: sin un federalismo auténtico, no hay desarrollo equilibrado posible.
Las opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva del autor y no reflejan la postura de la revista.
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